María Eugenia Garay

(Asunción, 1954)

Poeta, narradora y periodista. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Católica de Asunción, María Eugenia Garay ha colaborado en periódicos y revistas locales, y sus obras han sido incluidas en antologías y suplementos culturales diversos. En 1970 se la distingue con el Premio René Dávalos convocado ese año por la Revista Criterio. Sus obras publicadas incluyen: Poesía (1983), Recobrario (1984), Elección personal (1987), Baile de disfraces (1987), Los indóciles sueños (1999; Segundo Premio en Premio Municipal de Literatura, edición 2000), Bosque de luciérnagas (2000; Mención de Honor en Premio Literario Roque Gaona, edición 2000), Verano en Isla Esmeralda (2000) y El hada de la luna (2004). Tiene en prensa: El túnel del tiempo, Conversaciones con el abuelo y Héroes, batallas y milagros.

LAS PRIMERAS LUCES DEL ATARDECER

–Sí, en parte es cierto, lo del robo, pero sólo en parte, ya que la verdad es como un prisma, tiene varias caras, y todo depende desde qué ángulo se la mire. No discuto que me escapé del Colegio. Hacía tiempo que lo venía planeando, así que esa siesta todo lo que hice fue subir al viejo árbol de mango que estaba contra la muralla de la huerta, sí, sí, allá en el fondo, en ese patio donde nunca iba nadie y menos un sábado de siesta, me trepé a él, sentí la aspereza de su viejo tronco arañar mi piel con esa dureza tosca que me resultaba tan familiar, extendí la mano, alcancé el borde de la muralla, y luego ya me resultó fácil saltar a la calle del mercado. Había poca gente circulando por allí, pero a nadie le llamó la atención ni mi salto, ni mi presencia. Una chica vestida de uniforme marrón, y demasiado flaca para su edad, pasaba totalmente desapercibida.

Además esa gente estaba ocupada en otras cosas, ofrecían ansiosamente las frutas y verduras que les quedaban en sus canastas. Claro querían venderlas lo antes posible, el mercado recién volvía a abrirse el lunes.

Pero yo no necesitaba preguntarles nada. Desde que comencé a maquinar mi fuga, empecé a prever todos los detalles. No soy "demasiado chica", tengo nueve años, y para mamá siempre fui grande. A veces pienso que nací adulta, porque a mis hermanos menores toda la vida tuve que cuidarlos. Entiendo que la pobre mamá tiene problemas, a menudo la veo llorando, se esconde detrás del ropero, allí donde cuelga su viejo tapado de piel falsa, y escucho sus sollozos ahogados. Vivimos en casa de la tía, que es hermana de papá. A papá lo apresan a cada rato, lo persiguen. Es la política, dice mamá suspirando.

Sí me acuerdo perfectamente la vez que entró la policía a casa a buscarlo. Soñaba y soñaba después de aquello, con una culata de fusil que rompía el vidrio de la puerta de entrada. El visillo de voile color vainilla, flotaba irrealmente movido por el viento. Los cristales hechos añicos esparciéndose por el piso del zaguán, el ruido que produjeron al romperse, papá alzándome de la cama y abrazándome contra su pecho. Podía oír perfectamente los latidos acelerados de su corazón. Los hombres armados registrando los libros, tirando los estantes por el piso. Pero yo no tenía miedo, no entendía qué era todo aquello. ¿Qué podían buscar entre los libros? Es más, me gustaban sus uniformes de brillantes botones y esos rifles largos y negros me parecieron muy lindos, serían fabulosos para jugar tiro al blanco con los primos. No obstante percibí la tensión de papá, la mirada angustiada de mamá que estaba dando de mamar al bebé. Y abrazando con el brazo libre a Clarita, mi hermana menor, liada como siempre entre sus polleras.

Pero no me pusieron pupila por eso. El pupilaje fue después. Cuando apareció Rosalba.

Yo ya estaba lista para ir esa mañana a la escuela. Mamá me había peinado, y me ayudó a hacer el moño de mi delantal blanco. No sé por qué se me ocurrió ir hasta la pieza de la tía. La puerta estaba entreabierta. Entré y ahí estaba ella.

–Es una hija de tu papá, así que es tu hermana– dijo la tía, y yo me alegré porque hacía rato quería tener una hermana con quien jugar. Clarita era demasiado chica, y el bebé apenas gateaba. La maestra de catecismo nos había enseñado a rezar. Así que todas las noches antes de dormirme rezaba y le pedía a Dios una hermana mayor. Y mis ruegos habían sido escuchados. Aquí estaba ella. Cuando mamá entró a la pieza a buscarme, se le demudó el rostro. En el camino de ida a la escuela se pasó peleando con papá que manejaba el auto. Después de eso, pusieron mi colchón liado sobre el techo del vehículo, cargaron bolsas con unos horrorosos uniformes marrones, y me dijeron que iban a llevarme a visitar un "hermoso colegio donde habían jueguitos para los niños". Un tobogán altísimo, que tocaba las copas de los árboles. Me subí, no me animaba a largarme. Cuando por fin me animé, papá y mamá ya no estaban. Así comenzó mi cautiverio.

Tenía seis años en ese entonces.

Recordaba los veranos en la sierra, en casa de los abuelos. El esplendor del verano entre los guayabos. El brillo enceguecedor del sol, reflejando su luz sobre la mansa corriente de arroyo que pasaba por el fondo del patio. El aroma de los mangos y de la flor de coco inundando el aire. El canto de las cigarras. El olor del aljibe cuando sacábamos agua, su brocal cubierto de helechos. La claridad del cielo, las brillantes estrellas, el amortiguado canto de la lluvia sobre el techo, el murmullo del viento sobre la enredadera del patio.

Desde entonces mi idea de la libertad es sinónimo de aquello.¿Cómo sentirme libre deambulando por estos corredores muertos, alumbrados con luz eléctrica? No puede haber libertad sin sol, sin campo, sin arroyo, sin verdes. Un espacio sin límites, un cielo sin contornos, un concierto de pájaros, y yo absorbiendo aquella atmósfera y fijándola en mi memoria para siempre.

Fueron tres largos años tras esos grises muros. Hasta que una noche descubrí el auto.

Había corrido la cortina que rodeaba mi cama, rezamos las oraciones, y nos acostamos. Cada pupila tenía su cama cubierta por una cortina similar a la mía. En la cabecera de mi cama había una ventana. La abríamos por las noches para que entrara el fresco. Pero yo no podía dormir. Ese recuadro de cielo me resultaba insuficiente. Tenía la sangre enferma de libertad. Y los ojos abiertos sin remedio. En mi garganta un nudo con un gusto salobre muy parecido al de las lágrimas, trataba de aflorar. En mi mente aparecían en tropel desordenado: campos, arroyos, árboles, cigarras, mariposas y pájaros. Necesitaba imperiosamente sumergirme otra vez en el verano. Como antes. Emborracharme de fragancias, de brisa, envolverme en colores, zambullirme en destellos. Nostalgia de sol que me estaba disecando el alma. Sacarme este horroroso uniforme marrón, estos zapatones cuadrados y pesados, que parecían ruedas de tractores. ¡Descalzarme! Ponerme otra vez mi vestido liviano de algodón, estampado de diminutas margaritas y correr deslumbrada de sol, de viento, de cielo, por entre aquellas ondulaciones de los cerros, hasta ver emerger el campanario de la Iglesia, torcer por el puente de madera, pasar el Pozo de la Virgen y subir la cuesta empedrada hacia la casa de los abuelos.

Esa noche, me subí a la ventana. En diagonal quedaba la ´Casa de Argentaª. Los miércoles de noche el ´Romary Clubª sesionaba allí. Casualmente era miércoles. Así que justamente enfrente de la puerta estaba estacionado el Páckard verde y plateado de mi abuelo. ¡Abuelito!, grité con todas mis fuerzas, ¡Abuelito!, estaba segura de que si él me escuchaba, vendría a rescatarme de este encierro. El, que me había enseñado a nadar, a hacer funcionar el ariete para que hubiera agua corriente en la casa, a cambiar una canilla, a podar, a plantar, a comer aguacates, a treparme a los árboles del patio, a disfrutar de la vida, a sentirme un ser muy importante, a ser feliz. Sí, porque a ser feliz se aprende. Así como también se aprende a ser infeliz, y esto es lo que yo me negaba a aceptar. Por eso debía salir de aquí, antes de que el virus de la tristeza me invadiera la sangre.

Pero el abuelito no pudo escucharme, y la aventura terminó con que las monjas me castigaron sin poder salir varios domingos, por haberme subido a la ventana del segundo piso, corriendo el gravísimo peligro de caerme.

Por eso decidí ser más cautelosa. Así que cuando encontré el momento oportuno, después del almuerzo del sábado, me escondí entre los arbustos del patio. Cuando las pupilas entraron del recreo, me dirigí a la huerta. Me despedí del chorro de la fuente, donde tantas veces en secreto me había sacado los zapatos para sentir la fría tersura familiar del agua, conteniendo a duras penas el deseo de sumergirme por completo en la rústica piletita.

Caminé por entre los almácigos que la hermana Baldomera sembraba con tanta dedicación. Arranqué una zanahoria para no perder la costumbre de comérmela cruda. Y entonces escuché los suaves gemidos. Me acerqué adonde provenían. Metí la cabeza por la abertura de la carbonera y lo encontré.

Solo y abandonado como yo. Indefenso y olvidado. Me movió la cola y comenzó a lamer la mano que le tendía. Atado con una vieja y enredada cuerda. Los ojos tristes, las patas enmohecidas de encierro. Soportando esa prisión, ahogando su rebeldía y mordisqueando inútilmente la piola y sus ansias. Entonces, sin sentarme a reflexionar, tomé la decisión.

Observé detenidamente a mi alrededor. No volaba ni una mosca. Sigilosamente llegué hasta el gran árbol de mango, ágilmente me trepé y salté. La muralla no era muy alta, y las gruesas ramas del mango, un sólido arco fácil de atravesar.

Pasó la camioneta de las monjas, se me cortó la respiración al verlas. Un oscuro terror me invadió, así que me escondí entre unas cajas de cartón vacías, apilonadas en la vereda, por nada del mundo quería volver a mi prisión. Pero ellas no advirtieron mi presencia, así que salí de mi escondite y comencé a caminar. El sol me dio la bienvenida, bailando en mi pelo, en mis brazos, en el resbaladizo reflejo de mi sombra. ¡Era libre por fin!

Los pesados zapatones dificultaban la ligereza de mis pasos, pero ya nada podría detenerme. Durante muchas noches el proyecto había ido germinando dentro mío. Ahora era realidad.

Unas revendedoras tardías estaban cargando sus canastas y bultos en un pequeño camioncito descubierto. "Mixto", decía un cartelito mal pintado a mano, colgado de cualquier manera de su destartalada carrocería. Observé cómo se apretujaban entre canastas, latonas y cántaros, y el revuelo de sus idas y venidas. "Caacupé", decía la chapa. Mixto significaba que podían viajar tanto personas como animales. Habían también ovejas, gallinas y patos. Me metí en medio de ese revoloteo multitudinario y entre coloridas faldas, plumas, lana, mantos y canastos aterricé adentro del camión. Nadie pareció percatarse de mi presencia. Nadie se molestó. Saqué de mi bolsillo un mango maduro y comencé a comerlo. Un niño me miraba, le convidé una guayaba. Antes de fugarme había arrancado algunas frutas de la huerta, y me llené con ellas los bolsillos. Traía también unos cuantos cocos. Alguien me obsequió una banana. La comí de un tirón.

Dejamos atrás la ciudad y con el monótono traqueteo del camión, me adormecí. Era demasiado feliz. Cuando me desperté subíamos la cuesta del gran cerro, desde donde se ve todo el lago de Ypacaraí. La terrible pesadilla había quedado atrás. Cruzamos en medio de los altos eucaliptos que bordean la entrada de la ciudad. El peculiar sonido del viento atrapado entre su tupido follaje, me dio la bienvenida. Ya estábamos cerca. La suave hondonada de cerros, sus contornos azules contra el horizonte abrían mis pulmones a otros aires absolutamente irrespirables en el encierro gris del Colegio. El traqueteo del vehículo, que como un caballo acelera al acercarse a sus pagos, se volvía más pronunciado.

Divisé la bomba de agua. Hasta ella solíamos llegar en bicicleta. La Comisaría, El "Hotel Victoria", la Plaza. Los característicos chivatos repletos de flores rojo-fuego.

Las campanadas de la Iglesia tocaron el Ángelus. Comenzaba a atardecer. En medio de la claridad vi la difusa silueta de la luna perfilarse tímidamente en el cielo. Esa noche tendríamos luna llena. La luna de los duendes y de las hadas. Rondarían el aljibe y se bañarían en el arroyo. Y yo con ellos. ¡Y yo por fin con ellos! Libre, para empaparme de brisa, libre para embeberme de estrellas, libre para girar y girar y sumergirme en el agua y treparme a los árboles y escuchar las historias de la abuela, y cobijarme en los fuertes brazos del abuelo.

El camioncito paró en seco. Las revendedoras se bajaron remolineando sus amplias polleras al viento. Ayudé con una oveja, algunas gallinas que cacareaban alborotadas, y varias canastas, después yo también salté. Mis adormecidas piernas me lo agradecieron. Miré alrededor, pregunté por pura rutina, adónde quedaba el Pozo de la Virgen, y enseguida me orienté. Debería caminar sólo unas pocas cuadras. La villa era chica, en ese entonces. Sus tranquilas calles empedradas me reconocieron. Crucé, esta vez de verdad, el viejo puente de madera, que tantas veces atravesara en mis sueños. Un coro de cigarras me saludó. El olor de la guayaba me envolvió. Mis pies volaban sobre las tablas, sobre las piedras, sobre la arena del camino. Sólo unas pocas cuadras, sólo unas pocas cuadras, me repetía insistentemente. Y por fin divisé la casa con su arco de entrada al enorme corredor. Sinónimo de alegría, de eterno verano y de libertad. Las persianas subidas indicaban que había gente. La verja de calle abierta. Corrí hasta allí. Ni siquiera sentía el peso de los horrendos zapatones.

El abuelo, en el patio, estaba podando la parralera del cos-tado. Su Páckard verde, estacionado un poco más allá, relucía bajo los últimos rayos de sol. El corazón me dio un vuelco en el pecho. Me acerqué a la escalera y lo miré.

–¡Hola abuelito!– le grité. La emoción me embargaba por completo.

Miró hacia abajo y puso cara de sorpresa. Se bajó inmediatamente.

–¿Qué hacés vos aquí?– me interrogó frunciendo el entrecejo.

–¡Me escapé del Colegio!– le dije jadeante por la corrida, con una amplia sonrisa de satisfacción.

La abuela asomó a la ventana al escucharnos. Abrió la boca asombrada y sólo atinó a decirme:

–Pero ¿se puede saber de dónde saliste vos?

–¡Me escapé abuelita!– le contesté muy segura, y voy a quedarme aquí con ustedes, no pienso nunca más volver a ese Colegio.

La abuela bajó corriendo las escaleras de la casa y me abrazó. Fuerte. Fuerte. Nos unimos los tres en un apretado in-terminable abrazo.

Entonces el perro ladró.

Nos separamos, y ellos lo miraron entendiendo, pero oficialmente sin entender.

–¿Y este perro? ¿De dónde lo sacaste?– preguntó el abuelo mirándome fijamente a los ojos. En el fondo de su mirada clara vi temblar el atisbo de una sonrisa cómplice. Nosotros nos comunicábamos sin necesidad de palabras. Siempre había sido así. El me había transmitido esa necesidad vital de libertad que circulaba por mi sangre. Esa ansia indomable de vivir a plenitud, sin muros, sin reglas estrictas, sin pesados zapatones que encadenaran mis piernas, sin inútiles angustias, sin tristezas.

Allá en la línea del horizonte, la llamarada roja del crepúsculo se reflejaba sobre el agua del arroyo. Su extraña luminosidad nos envolvió. Era un augurio de buena suerte, pensé.

El perro movía la cola entusiasmado y se paró impulsi-vamente en dos patas sobre las piernas del abuelo. Yo le tendí la mano y me la lamió con una alegría compulsiva y exagerada. Sus ojos mansos expresaban ternura.

–¡No lo robé, abuelito! Es decir ¡sí lo robé, pero esto no es un robo! Por eso dije que la verdad es como un prisma, tiene varias caras, depende desde donde se la mire.

Vi su rostro intrigado, observándome sin comprender, la confusa expresión en la cara de la abuela.

Las palabras se entreveraban en mi garganta. Debía tranquilizarme y explicarles mejor.

–El también estaba prisionero en el Colegio. Desde que llegué allí, hace años, vi que sufría tanto como yo en ese terrible encierro, pero él no podía hablar, sólo podía quejarse, gimiendo despacito atado a la carbonera, y tampoco hubiera podido escaparse solo, así que cuando me fugué, decidí traerlo conmigo.

El rostro del abuelo se distendió en una cálida sonrisa. Palmeó la cabeza del animal.

La abuela sólo dijo:

–"Laváte las manos y vengan a comer, el perro y vos deben tener mucha hambre".

Justo en ese instante, las primeras luces de la pequeña villa, tímidamente, se comenzaron a encender.

(De: Revista Crítica, año XIII, Nº 19, abril de 2003, Asunción, Paraguay)

Milia Gayoso Manzur

(Villa Hayes, 1962)

Cuentista y periodista. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Asunción en 1986, miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP), de Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA) y del PEN Club del Paraguay, Milia Gayoso Manzur publicó sus primeros trabajos periodísticos en la revista universitaria Turú y sus primeros relatos en el suplemento femenino del diario Hoy. Desde hace varios años trabaja como periodista en el diario La Nación, donde publica reportajes, comentarios y cuentos cortos. Hasta la fecha ha publicado siete libros de cuentos: Ronda en las olas (1990), Un sueño en la ventana (1991), El peldaño gris (1994), Cuentos para tres mariposas (1996), Microcuentos para soñar en colores (1999; cuentos infantiles), Para cuando despiertes (2002; cuentos infantiles) y Antología de abril (2003). Tiene en preparación su octavo libro: Las alas son para volar, cuentos para adolescentes. Algunos de sus relatos le han ganado distinciones y galardones de importancia, entre ellos: la primera mención de honor del Concurso de Cuento del Club Centenario por "En el segundo cajón", en 1993, y una mención de honor adjudicada a su cuento "Huyendo de las olas" en el V Concurso de Narrativa Argentina-Paraguay de 1995.

CANCIONES SIN SENTIDO

Muchos me contaron que yo vagaba con ella por todos los lugares. Se nos vio por todas partes, juntas; el mercado, las avenidas, la terminal, a la salida de los cines... Dicen que ella siempre iba andrajosa, descalza, la mirada perdida, la sonrisa sin causa.

Cuando yo era un bebé ella me cargaba a su cintura o sobre su cuello y dicen que muchas veces yo lloraba de hambre porque como ella no se alimentaba, no tenía leche para amamantarme. Cuando ya fui un poco más grande chupaba durante horas algún trozo de cáscara de naranja o cualquier otra cosa que me daban por ahí.

Algunas veces vivíamos en el hospital. Me cuentan que por lo menos allí las dos comíamos un poco mejor que cuando vagábamos por las calles, a ella no le gustaba estar en el hospital, quería estar libre, caminar, que no la encerraran.

Cuentan que fue una chica feliz, que vino de la campaña para trabajar en una casa de familia, pero allí la maltrataban, le daban poca comida, trabajaba en exceso, dormía poco y tenía nostalgias. Trabajó tres años en diferentes lugares, uno peor que otro, la trataban como si fuera una esclava.

Los domingos tenía ganas de salir a pasear pero no la dejaban, se quedaba a limpiar todo lo que ensuciaban las visitas.

Un día se fue al mercado a comprar verduras y no volvió, se extravió por los recovecos del camino, colgó el bolso del brazo y vagó sin rumbo. Se fue ensuciando lentamente su vestido, se gastaron sus zapatos, se le ensució el cabello y su cara morena se manchó del jugo de las naranjas que comía y del piso sucio que utilizaba como cama por las noches. Se sumó a los habitantes sin rumbo de la ciudad, compartió trozos de tortillas o el calor de una manta agujereada de algún mendigo o de otra mujer enajenada.

En una de esas noches, en la oscuridad de las esquinas, alguien la poseyó salvajemente. Su vientre se volvió mi hogar y fui parte de ella misma. Me dijeron que entonces algunas personas la internaron en el hospital y cuando nací ella me miraba sin entender muy bien lo que había ocurrido. Como el portón estaba abierto, nos fuimos a explorar la vida. A veces nos volvían a traer y otra vez ella me cargaba y salíamos de nuevo.

Me dicen que ella me quería, que me daba mil besos y me acunaba entre sus brazos sucios, me cantaba canciones que ni ella conocía. Eran canciones dulces aunque no tuvieran sentido.

Después, nos separaron. Personas preocupadas por mí me sacaron de sus brazos, me llevaron a un hogar infantil y a ella la dejaron vagando por las calles. Yo guardaba recuerdos de su cara sonriente, pero crecí con prisa y dejé de pensar en ella. Pero en estos días, de compras por la calle, vi a una anciana harapienta, que reía sin causa, entonces descubrí en sus facciones ajadas la forma de mi cara, mis ojos, mi sonrisa. Ella miró hacía mí y salió corriendo, se perdió entre la gente. La seguí cuatro cuadras y no pude alcanzarla, pero la buscaré. Quiero sentarme a su lado para que me cante canciones sin sentido.

LOS PEQUEÑOS GORROS DE MUÑECOS

Los de la pieza seis sólo estaban al atardecer y los fines de ella. Ella trabajaba en una fábrica de muñecos: pequeños y simpáticos; se encargaba de colocar los bracitos y las piernas en los diminutos agujeros creados para ello. Solía comentar que colocaba cientos de miembros por día.

Volvía al atardecer, generalmente cargada con dos enormes bolsones de papel madera de los cuales sobresalían dos largos panes para la cena y los sandwiches que llevarían al tra-bajo al amanecer, ella y su esposo. Estaban casados desde hacía varios años pero no tenían hijos. Ella era fea de rostro pero tenía hermosas piernas: largas, blancas y rectas, caminaba con gracia y elegancia, pero cuando abría la boca lo arruinaba todo.

Una tarde trajo trabajo extra: gorritas para muñecos hechos a crochet. Anahí se ofreció a ayudarla, sabiendo que su vecina tenía poco tiempo, pero finalmente la ayuda de los primeros días se convirtió en trabajo constante y muy bien remunerado: juntas produjeron grandes cantidades de anaranjados gorritos para muñequitos montañeses y otros marrones y verdes para estibadores y soldaditos.

En la primavera siguiente ella encargó un bebé que a su tiempo llegó sana y hermosa y logró que su semihundido matrimonio resurgiera con fortaleza. Ella dejó a cargo de Anahí los gorritos y se encargó de lleno a cuidar a su hija cuando volvía a casa. Mientras tanto, como su esposo llegaba mucho antes, él se convertía en padre y madre: la retiraba de la casa de enfrente donde la cuidaban durante el día, la bañaba, le daba la merienda, y jugaba largas horas en el piso con su pequeña.

Ocurrió una tarde cualquiera. Ya había anochecido cuando padre e hija volvían del almacén, él empujando el carrito con la mano derecha y cargando un paquete en la otra. Cruzaban la calle cuando las luces del semáforo cambiaron de color, de pronto se trabaron las ruedas del cochecito y se les vino encima un automóvil sin freno.

El carrito lila con patitos quedó aplastado, hecho añicos en el asfalto.

Y él no supo nunca quién pudo haberle puesto aquellas alas que le hicieron elevar a su hijita del asiento y tirarse los dos hacia la vereda.

(De: Antología de abril, 2003)

Félix Giménez Gómez (Félix de Guarania)

(Paraguarí, 1924)

Poeta, narrador y autor teatral bilingüe (español-guaraní), profesor de guaraní y profundo conocedor de la lengua y cultura de los guaraníes, este prolífico vate bilingüe es uno de los poetas sociales más conocidos del Paraguay actual. Traductor oficial al guaraní de la Constitución Nacional y cofundador del Instituto de Lingüística del Paraguay y del Centro Paraguayo de Investigaciones Lingüísticas (CEPAIL), Don Félix de Guarania (seudónimo literario de Félix Giménez Gómez) es autor de una veintena de obras entre las que figuran los poemarios Poemas de Noche y Alba (1954), Penas Brujulares (1964), ¡Despierten las palabras! y ¡Tuju nde aho’i che retã! (1985; volumen doble), Tojevy Kuarahy (1989), A Tiempos de Nostalgia (1992; reedición de Pétalos, 1942), De la raíz del sudor (1994), Ñe’ê poty mitãme guarã (1998) y Me identifico (2000), una colección de 18 poemas "Para rememorar los nombres de los que dieron todo por la patria antes, durante y después del Marzo Paraguayo", como se lee en el epígrafe inicial del libro. Sus publicaciones incluyen varias ediciones antológicas dedicadas a conocidos representantes de la poesía popular, entre ellos a Carlos Miguel Jiménez (1990), Antonio Ortiz Mayans (1991) y Emiliano R. Fernández (1992). Su obra creativa como también su incansable labor en defensa de los indígenas y en pro de la cultura guaraní le han ganado algunos premios importantes como la Plaqueta Homenaje de la Poesía Local (XX Edición del Festival de Ypacaraí) y el Plato "Los 12 del Año" otorgado por Radio Primero de Marzo, distinciones recibidas ambas en 1992. En 1995 fue distinguido con plaquetas honoríficas por el Festival del Takuare’ê y Radio Nacional del Paraguay y con la Condecoración en el Grado de Comendador por el Gobierno Nacional. Un año después, en 1996, fue galardonado con la Medalla de Sembrador de Cultura por la Municipalidad de Lambaré. En 1995 publicó Estos son mis testigos y mi testimonio, libro que documenta décadas de violaciones a los derechos humanos cometidas contra el pueblo paraguayo por el gobierno dictatorial del general Higinio Morínigo (1940-1948) primero y por el del general Alfredo Stroessner (1955-1989) después. De más reciente aparición son los ensayos Lo sagrado en la cultura guaraní (2000), Paraguay cultural (2000) y De la sabiduría popular (2000), ensayo y muestrario antológico del folklore paraguayo. En teatro es autor de Mboriahu rekove (escrita y estrenada en 1944) y de Tekoa’anga: Teatro Popular en Guaraní (2001). Tiene además varios libros de gramática y lengua guaraní, así como también un diccionario guaraní-español-español-guaraní para uso escolar. Como traductor, ha vertido al guaraní: de José Martí, Versos sencillos y Ñokuã’i (traducción de su cuento "Meñique", 2001); de Molière, Molière en guaraní (2000); y de Bécquer y García Lorca, Gustavo Adolfo Bécquer y Federico García Lorca en guaraní (2001). En narrativa es autor de El Cristo de Collar y otros cuentos (1997; edición bilingüe) y de Cuentos clandestinos (2000), serie de relatos-testimonios que recobran y reflejan vivencias de un largo y trágico período del siglo XX paraguayo.

MIS CANTOS

Mis cantos, que van mis cantos,

cantos de sangre y estrella;

pena, combate, esperanza,

de guitarra desenvuelta.

Mis cantos, que van mis cantos,

cantos de surco y trincheras;

endurecido lenguaje

de fábrica y sementera.

La música de mis cantos

es música verdadera;

voz de masas, pueblo en armas,

tras barricadas abiertas.

Cada palabra un impacto

–anhelo de opresa gleba–

contra la peste y el hambre,

la explotación y la guerra.

¡Son cantos tuyos, hermano,

éstos de sangre y estrella!

¡Tu canto anti-imperialista,

que es bala de pena obrera!

POEMA DE LA ALEGRIA QUE VENDRA

Y vendrá la alegría con el alba en las alas

a romper el silencio tenaz de los sepulcros.

Sí, vendrá la alegría desprendida del árbol

de frondoso ramaje florecido de estrellas.

Sí, vendrá la alegría en los surcos del verso

y la blanca paloma abrumada de cantos...

Vendrá, vendrá montada, abrazada de incendios,

en las ancas terrosas de la antigua pavura.

Y por fin llegará... habiendo atravesado

el encendido río de todos los dolores.

En sábanas de llanto envolviendo sus sienes

donde palpita un sueño de reparada música.

Será la Patria, entonces, soñada estrellería,

un vivero de anhelos germinado en fulgores.

El viejo jazminero sacudirá sus hojas

y los capullos mustios reventarán luceros.

Tendrá del horizonte su resplandor de luces,

la vasta geografía de los surcos preñados.

Y en el aire sonoro de vegetal perfume

vibrarán las guitarras de todos los deseos.

Fulgurarán entonces los ojos sus presagios

de nuevos derroteros abiertos en la tierra.

¡Un torrente imperioso de puños liberados

extenderá a los vientos las más puras banderas!

Y montarán los hombres sus caballos azules

y saldrán a los campos repletos de simientes

a recoger el verde rumor de las canciones

y descubrir la siega tanto tiempo esperada.

El Paraguay inmenso –Patria de sol y monte–

no tendrá valladares su corriente serena.

Y tensará sus venas para albergar el grito

que llegue con el alba de luz recuperada.

(De: Luis María Martínez, ed., El trino soterrado, vol. I, 1985)

PAIS, MI PAIS

Te reconozco país, mi país,

Te reconozco pueblo, mi pueblo...

Ahí está Juan

Con sus pestañas de aserrín

Y la madera

Consumiéndole la mano

Dedo por dedo,

Uña por uña...

Con el puño roto de siempre

Y los ojos cargados

¿De dolor, de miedo, de nostalgia

O de esperanza?

No sé.

Lo reconozco,

Pero ya no lo recuerdo.

(Lejano el monte,

El agua agotó su murmullo

Y la diapasón del viento

Se acogió al silencio.)

Junto a él caminan

Con los brazos en vuelo

Y los dientes mohosos,

Más idos y más viejos,

José, Gaspar, Hilario,

Trío de estirpe anochecida

Y mustios geranios

Como esquirlas frustradas

En las palmas de sus manos,

Nido de callos

Y páginas entumecidas

De trágicas historias.

Veo a Andrés, roble abatido,

Sacudiendo cenizas

De su cabellera hirsuta,

Soñando, como siempre

En remotas estrellerías,

En campos azules y naranjas maduras.

Más allá Calí,

Con su nombre decente

Oculto en sus bolsillos

De remotas monedas

Y derrotadas sonajas,

Con su hosco silencio

Poblado de desconciertos

Y de pájaros desconocidos,

Y de ríos que buscan

Secretos horizontes.

¿Es mi país, mi pueblo?

Es, lo reconozco.

Siento sus raíces

–De yvyrapytã y de cal,

De tristezas y asombros–

Bullir en estas venas

Que desde las innombradas riberas

Donde me arrojaron un día,

Se alargan como flechas

ávidas de la humedad de estas orillas

De rocío y sol,

De aguas carcomidas,

De huellas y señales furtivas,

De clandestinos peregrinares.

Es mi país, lo reconozco,

Pero lo he olvidado

De tanto beber vientos extraños

y pisotear nostalgias.

(De: Me identifico, 2000)

Dora Gómez Bueno de Acuña

(Asunción, 1903 - 1987)

Poeta, maestra, periodista y actriz radial. Durante muchos años se desempeñó como maestra de primaria y colaboró brevemente (1930-31) en la sección Sociales de El Orden asunceno. También de larga duración es su doble participación radial: como actriz en programas para niños, y como recitadora de poemas nativos y extraños a través de innumerables series radiales a lo largo de su vida. Pero es su obra poética la que le ha ganado un lugar especial y único en las letras paraguayas. En efecto, su primer libro de poemas, Flor de caña (1940), es considerado el primer poemario erótico publicado en el país. Y según Josefina Plá, el resto de su obra "continúa esta línea, por lo que puede considerársela como la única representante caracterizada de dicha vertiente en la literatura femenina paraguaya" (en Voces femeninas en la poesía paraguaya, 1982). Sus obras posteriores incluyen, entre otras, Barro celeste (1943), Luz en el abismo (1954), Vivir es decir (1977) y Antología (1985).

EXALTACION

Para que tú me quieras, abriría mis venas

y dejaría correr mi sangre generosa.

Para que tú me quieras,

para que tú me creas...

marchitaría de un soplo

mi juventud radiosa,

naufragaría en las ondas umbrosas de tus lagos,

renacería en tus manos en la selva olorosa.

Y en la imponente calma nemorosa

del alma murmurante y rumorosa

de las vírgenes selvas tropicales,

te amaría por Unico...

y en el lecho afelpado de musgo

descansaría mi cuerpo en ansia misteriosa.

¡Te encadenaría en la fiesta amorosa

del arco de seda de mis brazos,

apagaría tu sed

en la pagana misa de mis besos de diosa,

y moriría en tus brazos

en un desmayo rosa!

CONNUBIO

Buscaremos por tálamo una rosada nube...

muy juntas las miradas y el temblor en los labios,

una cabeza bruna y otra cabeza blonda;

juntos el día y la noche en un connubio extraño,

más juntas nuestras almas, más juntos nuestros

[cuerpos,

un beso largo y hondo desflorará mis labios,

sacudirá mis plantas con un temblor de astros,

se mojarán mis ojos con una dulce lágrima,

lloverán los jazmines hasta formar un manto,

una cortina blanca cubrirá nuestros cuerpos

y en tálamo de estrellas se unirán nuestras almas:

efluvios sobrehumanos llorarán los crepúsculos,

el oloroso sándalo despedirá su esencia

y un pacholí suave saturará la estancia...

(De: Flor de caña, 1940)

NUNCA HAY VASO COLMADO

Cuando estás junto a mí,

tiembla todo mi ser.

Cuando estoy junto a ti

hecha estatua de carne,

de sangre y vibraciones,

toda yo temblorosa

por la emoción interna

que fluye hacia los centros

sensibles del amor.

Cuando estás junto a mí,

cuando estoy junto a ti,

despetalada orquídea,

la copa aún en brindis

de la suprema libación,

mi corazón me grita,

me grita que eres mío,

mío por la ilusión,

mío por la esperanza

y mío por el destino.

¿Quién dice que oficiada

la misa del amor,

es cáliz derramado?

Si en amor verdadero

nunca hay vaso colmado.

(De: Vivir es decir, 1977)

José María Gómez Sanjurjo

(Asunción, 1930 - Buenos Aires, 1988)

Poeta, narrador y ensayista. Perteneciente a la llamada "promoción del 50", miembro y presidente (en varios períodos) de la Academia Universitaria del Paraguay, Gómez Sanjurjo tiene obras publicadas en Poesía (1953), poemario colectivo (con José-Luis Appleyard, Ramiro Domínguez y Ricardo Mazó) como también en revistas y antologías nacionales y extranjeras. Su producción poética incluye, además, Poemas (1978) y Otros poemas y una elegía (1979). En narrativa, es autor de El español del almacén (1987), novela galardonada con el Premio Minorca.

TODO ESTA DICHO ENTRE NOSOTROS

Todo está dicho entre nosotros

y hace tiempo. No nos queda

una fórmula, una palabra

para nombrar lo que comienza.

Tienes el día, tengo

la noche que me nace entre las venas.

Siempre es lo mismo, existen

las palabras y ahora se encuentran.

Tenemos todo dicho. Alguna música

que ensayas y la mañana empieza.

Para mí es la media tarde

y su voz de cosa vieja.

De pronto me preguntas: ¿qué dijiste?,

y la vida se llena.

(De: Poemas, 1978)

NADIE SABE QUIEN ES

Nadie sabe quién es.

Dejó su pausa,

su andar acompasado en la insegura

madrugada.

Nadie le recordará por lo que anduvo

trajinando el alba,

sonando el lento crujido de sus suelas

por las veredas ásperas,

por las veredas húmedas,

por las veredas ávidas.

Nadie habrá de conocer

cuánto silencio llevaba a sus espaldas,

cuánta acera vacía,

cuánta nostalgia.

NIÑO DE MI PAIS

Niño de mi país,

criado en resolanas,

niño tostado

y atento.

Tal vez hambriento.

Algún día los que somos

como tú, de sol, de siesta,

de viento norte y de tormenta

y hemos ido contigo y hacia ti,

algún día

nos hemos de encontrar

en una piel antigua y tersa,

para reconocernos.

Y ser dueños

por una vez apenas

de un pedazo de pan, de un pastel relleno

con resolanas, hambres y silencios.

(De: Otros poemas y una elegía, 1979)

J. Natalicio González

(Villarrica, 1897 - Ciudad México, 1966)

Poeta, ensayista, narrador y periodista. Discípulo del conocido maestro Delfín Chamorro, amigo de infancia de Leopoldo Ramos Giménez y Manuel Ortiz Guerrero, también poetas como él, Natalicio González ocupó importantes cargos diplomáticos, llegando a ser Presidente de la República durante un breve plazo (1948-49). Las circunstancias políticas de ese período lo obligaron a exiliarse en México, donde escribió algunas de sus obras más conocidas y ante cuyo gobierno fue designado embajador en 1956. De su copiosa bibliografía sobresalen los siguientes títulos: en narrativa, Cuentos y parábolas (1922) y La raíz errante (1951), novela concebida y publicada en México; y en poesía, Motivos de la tierra escarlata (1952), Elegías de Tenochtitlán (1953) –también escritas y aparecidas en México– y Antología poética, editada póstumamente (1984). Entre sus ensayos más conocidos figuran: Proceso y formación de la cultura paraguaya (1938), El Paraguay y la lucha por su expresión (1945) y Cómo se construye una nación (1950).

SOLANO LOPEZ

Mariscal: ya no ladran furiosos los lebreles

irrumpiendo en tu bosque de mirtos y laureles.

Tu espada, en la noche de espanto y de dolor,

fulge como un cometa de extraño resplandor.

La luna, por una nube en su centro horadada,

cual corona astrológica se levanta pausada

hacia el cenit oscuro para alcanzar tu alteza

y entre un coro de estrellas ceñirse a tu cabeza.

En tierra guaraní tú fuiste el nuevo Atrida

que probó los conflictos fatales de la Vida

al sentir la antinomia del deber y el afecto

batirse bajo un rostro sombrío y circunspecto.

Y como Agamenón, que torturado advino

a sacrificar su hija al sediento destino

cuando a tu vez pusiste tu poderosa mano

sobre el antiguo amigo y sobre el propio hermano

¡ninguno supo qué ácido dolor te torturaba

y como negro buitre tu pecho devoraba!

Inflexible y severo, envuelto en la tormenta,

tu incandescente espíritu al mundo se presenta

totalmente desnudo del egoísmo humano,

de todo lo anecdótico, lo personal y vano,

y así, con tu ideal por única coraza,

te yergues como símbolo eterno de la Raza.

Por eso, Mariscal, tu torturado nombre

no evoca la mortal carnadura del Hombre,

sino que incorporado a mitos seculares

integraste del pueblo los dioses tutelares

después de recorrer tu glorioso camino

dejando como rastro un resplandor divino.

Al sucumbir lidiando en la empinada Sierra,

encarnabas el alma pertinaz de tu tierra,

y en la noche de espanto, de dolo, de cruel

vilipendio ¡tú fuiste el mirto y el laurel!

TAMOI

Le llamaban "Tamoi", voz que designa abuelo

en el guaraní autóctono, con sugestiones vagas

de árbol nudoso de años, que eleva sobre el suelo

la copa poderosa en que el viento divaga

agitando el ramaje henchido de murmullos.

Y como un árbol era, la testa toda blanca

cual copudo samuhú cubierto de capullos;

y tal como a los árboles, fuerte raíz que arranca

de los profundos suelos, atábale a la tierra

que de los ascendientes la humilde huesa encierra;

y semejante al árbol, callado y sin bochorno

veía crecer la prole robusta a su contorno.

Estaba en la mañana fresca y estremecida,

bajo un cielo azulado, envuelto en la encendida

atmósfera, silente, abstraído y divino

como un silvestre genio protector de sembrados,

con la mirada fija en los rojos caminos.

Iban por ellos, lentos, paisanos y soldados,

encendida de orgullo la mirada avizora,

alguna querendona guitarra bajo el brazo

y una canción de amor en la boca sonora.

La guerra los llevaba. Con ingenio donaire

las muchachas sembraban de sonrisas sus pasos

y trazaban las madres una cruz en el aire.

Erguido en la eminencia de blanca senectud

los miró el "Tamoi" como desde nevada sierra,

y evocó gravemente la extinta juventud,

los días ya remotos de otra furente guerra

en que vio su nación mutilada y vencida

y florecer el cuerpo en múltiples heridas.

De sus hombros colgaba el poncho como un manto.

Como sonantes aguas que mana piedra inerte

brotó la bronca voz que disimula el llanto

que es deshonra en el duro rostro del varón fuerte,

y conminó a la prole, –a las esbeltas hembras

que signaban adioses al novio o al vecino

desde el borde florido del antiguo camino–

a darse a la rural tarea de la siembra.

Como bajo el imperio de inmemoriales leyes

las mujeres sumisas, con la mano rotunda

unas guiaron el tardo transitar de los bueyes,

otras empuñaron la esteva del arado

y éstas sembraron granos en la tierra fecunda

con gesto rico en ritmos, hierático y pausado.

Removían la tierra, preparaban las eras,

mientras cantando al son de sus pardas guitarras

rompían ardorosos la marcha a las fronteras

los varones del valle en legiones bizarras.

Porque para la patria conquistarán victorias

los que hacen granar espigas en las eras,

al par de los que dan sus vidas transitorias

y sus épicos bustos yerguen en las fronteras.

Crecía el sol poniente, al tiempo que un concierto

de melodiosas aves alzaba sus canciones.

El Abuelo y la prole, de pie en el surco abierto

a Tupang elevaron sus blancas oraciones.

Y dijo el "Tamoi", con orgulloso acento:

– ¡Mis hijas, alegraos! ¡Compartid mi contento!

De siete hermanos vuestros presencié la partida;

a ofrendar van los siete a la patria sus vidas.

Y destacando el busto sobre el ocaso rojo

alzó la parda mano, temblorosa e inquieta,

y enjugó con el dorso los fatigados ojos.

–¿Pero tú lloras, padre?, interrogó la nieta.

–¿Llorar? Si es el sudor que me seco en la frente.

Y las dulces mujeres, en la tarde silente

pusiéronse radiantes, alegres y canoras:

al valiente que muere, se envidia y no se llora.

(De: Antología Poética, 1984)

Alcibiades González Delvalle

(Ñemby, 1936)

Periodista, dramaturgo y narrador. Polémico escritor y autor teatral, González Delvalle explora en su obra elementos del folklore guaraní e incorpora en ella temas relacionados con la historia del Paraguay. De sus piezas teatrales sobresalen tres de inspiración folklórica: Perú Rimá (1987), Hay tiempo para llorar y El grito del luisón (1972). En la corriente histórica se ubican otras tres piezas que giran en torno al tema de la Guerra del 70 (también conocida como Guerra de la Triple Alianza) y que son: Procesados del 70 (1986), Elisa (1986) y San Fernando (1989), obra prohibida más de una vez en vísperas de su estreno (1975, 1989). También es autor de Nuestros años grises, pieza estrenada en 1985, y de Función Patronal (1980), una novela costumbrista. Ex Consejero Cultural de la Embajada de Paraguay en España (1995-1998), actualmente se desempeña como director del área cultural de la Municipalidad de Asunción, además de continuar desarrollando su labor de periodista en el diario ABC Color.

LOS CASOS DE PERU RIMA

LA OLLA DE LA VIRTUD

Perú hace fuego en el que calentará una Olla de Barro.

Momento después aparece su hermano Vyro,

visiblemente lastimado en varias partes del cuerpo.

Vyro: Perú… Perú

Perú: ¡Vyro! (Se levanta para socorrerle.)

V: ¡No se me acerque!

P: ¡Pero hermano…!

V: Sí, "hermano". Es ésa mi desgracia.

P: ¿Pero qué te pasa?

V: Ay, no me toque… Ay, allí no… Ay, ahí tampoco.

P: ¿Pero vas a explicarme…?

V: ¡Soy yo el que necesita explicaciones!

P: Y un buen médico. Vamos a ver…

V: ¡No se me acerque!

P: Pero hermano...

V: Ya no soy su hermano… A usted no lo conozco… No puede ser hermano mío quien de esta manera me hizo golpear… Eran cuatro hombres fuertes, ocho brazos de hierro, que a una señal del patrón se me vinieron encima… Eran sordos a toda súplica… En balde grité, rogué, lloré…

P: ¡Hermano mío!

V: ¡No! Usted no pudo haber salido de las mismas entrañas que yo.

P: Pero estás hablando como si yo fuese quien así te dejó.

V: Fue por su culpa… Usted me empujó hacia ese castigo.

P: Todavía no entiendo.

V: El que tiene que estar así es usted y no yo… Fue usted el mentiroso, el estafador, el…

P: Bueno, bueno… entre hermanos.

V: ¿Quién le vendió a don Martín un cuervo?

P: Yo le vendí; porque él me pidió.

V: ¿Y quién le dijo que era un cuervo adivino?

P: Y es adivino… Don Martín mismo lo comprobó.

V: ¿Y cuánto pagó por ese animal?

P: El importe creo de dos vacas.

V: ¡No mienta!

P: Bueno, creo que de cuatro o cinco. Yo esas cosas no tengo en cuenta; para mí el dinero…

V: ¿Y por qué usted no me avisó cómo ha sido la venta? Usted me dijo que don Martín compraba cuervos, me mostró todo el dinero que pagó por uno solo…

P: Pero eso no es motivo…

V: A mí me entusiasmó el negocio; quise salir de pobre; comprar una gran extensión de tierra, tener capuera propia, con arado, bueyes, carreta…

P: ¿Y después?

V: Yo pensé que si por un cuervo don Martín pagaba tanto, por varios cuervos, por cientos de cuervos, pagaría mucho más y yo tendría suficiente dinero. Maté entonces mi única lechera, saqué al campo para descomponerse, y al tercer día me puse a cazar cuervos. Vinieron de todas partes, en bandadas interminables. Alquilé una carreta, la llené de cuervos, y me fui a casa de don Martín. Estaba de fiesta…

P: Sí, era el casamiento de su hija. Y a mí me compró el cuervo para lucirse ante sus invitados.

V: Cuando llegué esos invitados se estaban riendo de él, porque el cuervo que usted le había vendido como adivino no era tal, desde luego, y además le quitó un pedazo de oreja a don Martín. En esos momentos le ofrecí 82 robustos cuervos, y los cuatro peones me dieron 82 palizas, también muy robustas.

P: Lamento contigo hermano.

V: Con eso mi situación no se arregla. ¿Qué hago ahora sin mi lechera? ¿Cómo alimentaré a mi mujer y a mis hijos?

P: No te preocupes. Tienes la suerte de tenerme por hermano.

V: ¿Me comprará acaso una vaca con cría?

P: Yo no. El pa’í.

V: ¿Qué puede importarle mi desgracia?

P: A mí me importa, y eso es lo que cuenta.

V: ¿Le pedirá dinero?

P: No. El me va a ofrecer. Tiene que pasar por aquí. En ese arroyo suele dar de beber a su caballo y él aprovecha para descansar a la sombra de estos árboles.

V: ¿Y por qué tiene que ofrecerte dinero?

P: Me gusta que vuelvas a tutearme. Quiere decir que te pasó el enojo.

V: Pero no estos dolores… ¿Tenían que lastimarme así? ¡Y todo por culpa tuya!

P: No, Vyro. Fue tu ambición, lo cual no está mal, pero hay que tener prudencia.

V: O tu misma astucia.

P: Sí, la astucia de conocer la ambición de los demás; la vanidad de los demás. ¿Quieres quitarle provecho a una persona? Averigua cuáles son sus ambiciones, qué vanidades tiene, y éntrale por allí.

V: Voy a procurar.

P: Allí viene el pa’í (Se pone a sacar leña de debajo de la olla.)

V: ¿Por qué vienes a cocinar aquí?

P: Para comprarte una vaca lechera.

V: Todavía no está la comida, ¿por qué quitas la leña?

P: Ya vas a entender… ¿Cómo…? El pa’í viene acompañado… Pero no importa… Igual me ofrecerá dinero… Vamos a sentarnos alrededor de la olla, mirando cómo hierve la comida.

V: ¿Mirando solamente?

P: Por el momento sí.

V: (Intenta sentarse, pero no puede.) ¿Me quieres ayudar? (Perú le ayuda.) Ay, ay, ay… ¡Juro que esto me lo vas a pagar!

P: Silencio. Allí viene. (Aparece el cura seguido de una joven.)

Cura: ¿Ustedes por aquí?

V: (Se levanta.) ¿Qué tal pa’í? La bendición.

(El cura le bendice. Luego espera hacerlo también con Vyro.)

V: ¿No puede ser sentado? (Junta las manos pidiendo la bendición.)

C: Sería una falta de respeto a Dios.

V: Entonces otro día nomás.

P: ¿Y esta hermosa niña?

C: ¡No la mires!… Tus ojos pecadores pueden manchar este candor: Es una inocente criatura… Es un alma que gané para el reino de los cielos… La llevo a Asunción para dejarla en un convento.

P: ¿Y usted no tiene miedo, padre, que los ángeles se enamoren de ella?

C: ¡No digas disparates!… ¡Mira cómo la has puesto… Bañaste de rubor la castidad de su rostro. La pobrecita jamás escuchó malas palabras. Yo siempre digo: esta criatura tendría que haber sido gota de rocío, pétalo de rosa, ala de mariposa, perfume de jazmín. (La abraza.) ¡Inocente mía!

P: Y no le puedo decir algunas palabras pa’í, para después yo también… (Ademán de abrazarla apasionadamente.)

C: ¡Eres un sacrílego!… Vamos, niña…

P: Espere pa’í… Tiene todavía un largo viaje y quiero invitarles con un exquisito almuerzo. (La muchacha suspira hondamente.)

C: ¿Tienes apetito, ángel mío? (La joven asiente con la cabeza.) ¡Pobrecita!… Salimos muy temprano…

P: Vea la comida, pa’í… (Destapa la olla. Ante el aroma, la joven lanza otro hondo suspiro.)

C: La verdad que huele bien… (Se agacha ante la olla.) ¡Un aroma delicioso!… ¿Inocente mía, quieres comer? (La joven asiente con la cabeza.)

P: Cuando guste nomás, pa’í… Está a punto.

C: Pero muy caliente… ¿Por qué no quitas la olla del fuego?

P: No tiene fuego. (El cura se fija sorprendido.)

C: Pero… ¿Y cómo está hirviendo?

P: Esta olla no necesita de fuego.

C: No me harás creer…

P: Esta es una olla de la virtud.

C: ¿Olla de la virtud?

P: Así se llama porque no necesita de fuego para calentarse.

C: ¡Cómo es posible!… (Comienza a inspeccionar. Mira, alza la olla.) ¡Pero esto es increíble!… ¿De dónde la sacaste?

P: Disculpe pa’í, pero al que me dio le hice dos juramentos: no contar el origen de la olla ni tampoco dar a otra persona.

C: ¡Y está hirviendo! ¡Y sin fuego!… ¿Candorosa mía, no es esto maravilloso? ¿Cómo?… ¿Dices que te gusta?… ¿Que quieres la olla?… Perú…

P: Ni pensar pa’í… Hice un juramento…

C: Pero no llegará a saber.

P: Lo sabrá todo. Es un poderoso hechicero, ¡descendiente del gran Tamandaré! (La muchacha le habla al oído al cura.)

C: (Abrazándola.) ¡Angel mío!… La pobrecita piensa en todo… Claro que es cierto... Perú, esa olla tienes que vendérmela… Yo la necesito más que tú. Para servir mejor a Dios Nuestro Señor y a su Santa Iglesia, debo andar por estos caminos días enteros, la mayor de las veces sin probar bocado… Con una olla así, podré librarme de muchas ayudas involuntarias… Dios sabe que puedo pasar sin comer, pero el mate es mi vicio; por ahí se me entró el demonio, y no puedo una mañana o una tarde pasar sin mate. Me duele la cabeza, me mareo, pierdo la vista, se me llena el cuerpo de un sudor frío… Esta olla sería la gran solución.

P: No puedo pa’í… Y lo lamento de veras.

C: Vyro, háblale a tu hermano… Convéncele…

V: El hizo un juramento, padre.

C: (Quita una bolsita, de la que saca algunas monedas.) Mira… esto es para ti…

P: No es cuestión de dinero, pa’í. Es ese juramento…

C: Nos conocemos, Perú. Quebrantarías, como siempre lo has hecho, todos los juramentos ante una conveniencia mayor. Mira… más monedas... Tome...

P: Usté me compromete, padre. ¿Acaso no van al infierno quienes faltan a un juramento?

C: Descuida, Perú. Tampoco en el infierno te aceptarían… ¿Más dinero?… Es todo cuanto puedo darte… Toma, acepta y me quedo con la olla. (La muchacha le habla al oído) ¿Cómo?… ¡Pero Angel mío!… ¡Tu bondadoso corazón me dejará sin un centavo!… Bueno, si lo quieres… (A Perú.) Toma todos mis ahorros… Es toda mi fortuna… La venía juntando de a centavos para una vejez tranquila.

P: Pa’í… yo no quiero…

C: (Le pasa la bolsita.) Por favor la olla.

P: Y bueno... (Acepta el monedero.)

C: (Le abraza.) Gracias, hijo mío. (La muchacha sonríe feliz. Perú la mira con picardía. Ella baja la cabeza, siempre sonriendo y con alguna coquetería.) Perú, eres un buen cristiano… Acabas de hacer una obra de bien para un humilde siervo de Nuestro Señor Jesucristo. (La escena entre Perú y la muchacha se repite. Esta vez la mirada de él y la sonrisa de ella son más picaras y coquetamente pronunciadas.) Que Dios te bendiga, hijo mío, y sigas haciendo obras de caridad. (Le deja de abrazar.)

P: Igualmente, pa’í… ¿Y a qué convento va esta señorita, padre?

C: ¡Esta niña!… Va al convento de la Merced. La hermana superiora es prima lejana mía, y cuya conducta, adornada de la más férrea moral cristiana, es suficiente garantía para que este ángel conserve inmaculada su alma aquí en la tierra, y goce después de la eterna bienaventuranza allá en el cielo.

P: Amén… Bueno pa’í…

C: ¿Cómo? ¿Vas a irte sin comer?

P: Me pasó las ganas.

C: ¿Y tu hermano?

P: El tampoco quiere comer.

C: La verdad que a mí también me pasó el apetito con la satisfacción de ser dueño de esta maravilla… de esta… ¿cómo era?

P: Olla de virtud.

C: Eso mismo. Olla de virtud… No derramaré la comida por si más tarde… Te bendigo hijo mío.

V: ¿Y a mí, pa’í?

C: Levántate.

V: No puedo.

C: Entonces, cuando puedas. (A la muchacha) Vamos, ángel mío, que nuestro camino todavía es largo. (Salen. La muchacha, al salir, le sonríe a Perú.)

P: Bueno, hermano querido, acabamos de hacer un buen negocio.

V: ¿Quieres levantarme? Ya no aguanto aquí sentado.

P: (Revisando el monedero) ¡Cuántas monedas! ¡Y qué hermosas! ¡Suenan a música! ¡Además bendecidas, bendecidas! ¡Monedas del cielo!… ¿Hermano, tuviste alguna vez monedas así?

V: Nunca. Recién ahora las voy a tener… ¿Son para mí, verdad? Para comprarme una vaca con cría. Hay suficiente dinero… ¿Quieres levantarme? (Procura y no puede.)

P: ¿Te fijaste cómo me miró la muchacha?

V: ¡Quiero levantarme!

P: ¿Viste sus ojos?

V: ¡Ya no aguanto más!

P: ¿Y su sonrisa?

V: ¡Levantame de aquí!

P: Detrás de su mirada he visto un fulgor extraño… algo que me atraía como una fuerza o un hechizo, o el simple, sencillo y suave encanto de una mujer hermosa.

V: ¡Ya no soporto estar aquí sentado!

P: ¿Crees que me enamoré de ella?… ¿Qué convento dijo?… ¡Ah, La Merced!... ¡Tiene muros que tocan las nubes… allí no entran ni el viento, ni el sol, ni siquiera un suspiro!

V: ¿Perdiste la razón?

P: Tiene razón el cura. Esa muchacha es un ángel… ¿o tal vez el demonio?

V: ¿Perú, hermano mío, quieres levantarme de aquí?

P: Claro, el dinero que te prometí… (Le pasa una moneda.) Toma. (Vyro espera otras más.)

V: Esta sola no me sirve.

P: Yo creo que sí.

V: Estás bromeando.

P: ¿Y cuánto quieres?

V: Lo suficiente para comprar una vaca.

P: ¿Quieres una vaca con cría?

V: Fue lo que me prometiste.

P: No quiero hacerte daño. Si te doy todo el dinero, a nada querrás esforzarte. En cambio este poco, te hará sentar cabeza, luego los brazos y las piernas. Y eso es lo que vale, hermano; sólo el esfuerzo pronto te hará comer siempre y nunca dependerás de nadie.

V: ¡Levántame siquiera!

P: El hombre que es hombre se levanta solo. (Le tira una moneda.) Hasta la vista hermano. (Sale.)

V: ¿Ahora me pasa esto?… ¡Y me dice hermano!… Por sus venas corre la sangre del diablo… ¿Cómo hago para levantarme?… ¿Quién me ayudará en esta selva?… (Aparece el cura con la olla.)

C: ¿Y tu hermano, Vyro?

V: ¡No es mi hermano!

C: Estoy preguntando por Perú Rimá.

V: ¡No pronuncie su nombre!

C: Entonces di donde está el que me vendió esta olla.

V: Está riéndose de usted y riéndose de mí.

C: ¿Qué dices?… ¿Reírse por qué?

V: ¿Se enfrió la olla, padre?

C: Está tibia aún.

V: ¿Quiere calentarla?

C: A eso vine. Me olvidé preguntarle cómo funciona.

V: Le voy a mostrar. Alcánceme. (Así lo hace el cura.) Usted pone así… Vaya y traiga leña seca…

C: No necesita de leñas.

V: ¿Sí?

C: Perú no utiliza.

V: ¿Que no?

C: Yo he visto hervir sin fuego.

V: Vaya allí en la orilla. Encontrará leña quemada… la leña que Perú utilizó para hacer hervir el agua… Como esta olla es de barro, conserva el calor por algún tiempo.

C: ¿Cómo?… ¿Qué leña…?

V: Vaya y busque… tiró allí mismo al verle venir. (El cura busca enloquecido la leña. Encuentra. Escoge la más grande. Retiene en la mano como garrote.)

C: (Amenazador) ¿Dónde está Perú?

V: Desde luego que no se quedaría.

C: ¿Y mi dinero?… ¿Y todo mi ahorro? ¿Y toda mi fortuna?

V: Yo también…

C: ¡Aparte de hermano, su cómplice eres! (Por el garrote) Este palo gastaré por tus espaldas hasta la última astilla…

V: No padre, yo nada hice.

C: ¿Y mi dinero?… ¿Cuánto te tocó a ti?… ¿Se repartieron en partes iguales?

V: Sólo me tiró esa moneda.

C: Vyro, para que te acuerdes de mí siempre... (Comienza a pegarle.)

V: (Después de un rato y entre sollozos) Mire pa’í… mire pa’í… ¡Allá está Perú!

C: (Al escuchar el nombre se detiene.) ¿Cómo?… ¿Pero será posible, Dios mío?… ¿Estoy soñando, o estoy loco?… (Gritando) ¡¡Perú!!… ¡Perú Rimá!… ¡Deja por lo menos el caballo!… ¡Quédate con la muchacha… pero déjame el caballo! (Para sí mismo) Y se fue… (Entristecido se sienta junto a Vyro.) Y se fueron... Vyro…

V: Sí pa’í.

C: Somos dos vyros.

V: Sí pa’í. (Se levantan los dos, en actores, riéndose.)

ACTOR I: (Que hacía de Vyro.) ¡Ingenioso cuento!

ACTOR II: (Que hacía de Cura.) ¿Por qué siempre Perú Rimá tomaba a un cura para sus bromas?

AI: No sé muy bien, pero me parece que esos casos que pretenden, o pretendían ser anticlericales, vienen de la época de la colonia. Más concretamente, de la época de la revolución comunera cuando los jesuitas estaban abiertamente en contra de ese movimiento popular y libertario. Y como esos jesuitas tenían mucho poder, el pueblo, sobre todo el de Asunción, se vengaba de ellos a través de Perú Rimá. Era como un panfleto que corría de casa en casa, y en cuya redacción colaboraban todos. (Aparece el autor que hacía de Perú Rimá con la actriz que hacía de acompañante del cura.)

AI: Creímos que ya se escaparon en serio.

ACTRIZ: ¿Con éste... yo?

ACTOR III: Bueno…

ACTRIZ: Una broma. Escuchamos que hablaban de Perú Rimá.

AI: Tratábamos de encontrar un origen a los casos en los que siempre, o casi siempre, hay un cura.

AIII: Hay muchos casos en los que no aparece el cura.

ACTRIZ: Pero aparece una monja.

AI: O un hombre adinerado.

ACTRIZ: ¿Contamos el caso de la monja?

AI: A propósito… ¿qué pasó de la muchacha del cuento que acabamos de contar? ¿Llegó a entrar en el convento?

ACTRIZ: Perú la llevó al convento sin tocarle un cabello. El rapto de la joven y el robo del caballo eran parte de su jugada contra el cura.

AII: Vamos a creer que no la tocó…

ACTRIZ: Es que no la tocó…

AII: (Incrédulo) Está bien… No la tocó...

ACTRIZ: La llevó al convento. Hizo más. Habló con la Hermana Superiora a quien entregó la muchacha en nombre del cura.

AII: Pero un tiempo después Perú se fue a visitarla. (Se ríen todos.)

AIII: ¡Y de qué manera!

ACTRIZ: Bueno, ¿contamos ese caso?

(De: Antonio Pecci, ed., Teatro Breve del Paraguay, 1981)

Osvaldo González Real

(Asunción, 1938)

Poeta, crítico de arte, ensayista y narrador. Profesor de lengua inglesa, historia del arte y literatura en varias instituciones educacionales del país, González Real es uno de los pocos escritores hispanoamericanos –y probablemente el único paraguayo– que cultivan el género de la ciencia-ficción. Aunque es autor de una vasta obra creativa y crítica, gran parte de ella se encuentra dispersa en periódicos y revistas literarias nacionales y extranjeras. Traductor de Ray Bradbury y de poesía inglesa, conocedor de la filosofía oriental de los maestros del Zen, ha colaborado, en diversas épocas, con las revistas Alcor, Péndulo, Epoca, Criterio y Diálogo. En 1980 apareció su primer libro, Anticipación y reflexión, una antología de ocho cuentos (la mayoría de ciencia-ficción, pero de "inspiración ecológica", según el propio autor) y ocho ensayos literarios. Su primer poemario, Memoria del exilio, data de 1984, al que le sigue, diez años después, Poemasutra (1994), un segundo poemario.

EL CAMINANTE SOLITARIO

"Las piernas son nuestro segundo corazón".

Dr. Barnard

"Vivimos una época de decadencia. Los jóvenes

no respetan a sus padres. Son rudos e impacientes".

Inscripción en una tumba egipcia (6.000 años a.d.C.)

–¿No te has decidido aún? –exclamó la voz maternal, con un tono de reproche.

El joven movió la cabeza negativamente y siguió atándose los cordones deshilachados de su "champión" blanco. La madre –una mujer de mediana edad, con un rictus permanente de ansiedad en el rostro–, haciendo un ademán que denotaba disgusto, dudó un momento y luego, suavizando la expresión, agregó:

–Hijo mío, los vecinos empiezan a murmurar; tienes que decidirte cuanto antes: mañana puede ser demasiado tarde. Al menos piensa en nosotros y en la vergüenza que tenemos que soportar a causa de tus ideas. Hazlo por mí, ¿quieres? Tu padre no ha dormido anoche. Es probable que pierda su empleo.

El padre del muchacho se encargaba de las computadoras en la Central Hidroeléctrica. Allí, sus compañeros ya no le dirigían la palabra y lo evitaban en el comedor. Lo consideraban culpable de la conducta insólita de su hijo, el de las "zapatillas blancas".

Guillermo levantó lentamente la cabeza y mirando a su madre directamente a los ojos, dijo con impaciencia:

–¿Cuándo comprenderán que no soy como los otros? ¿No ven que estoy perfectamente bien así, sin tener que depender de una máquina?

Una de las paredes de la habitación se iluminó repentinamente, y se escuchó una voz que repetía, monótonamente, una serie de mandamientos y reglas de conducta, recordando a los ciudadanos sus deberes para con el Estado. Una tanda de imágenes subliminales reforzaban las palabras del anónimo legislador. El adolescente hizo como que se tapaba los oídos y continuó:

–¿Mamá, por qué no me dejan en paz? Papá sólo piensa en quedar bien con la empresa. Yo no existo para él: me trata como a una de sus calculadoras.

La mujer suspiró profundamente, y luego, sin decidirse a responder, abandonó el comedor para dirigirse a la cocina, murmurando –por lo bajo– contra las ideas absurdas de su hijo.

En la impecable cocina, la criada mecánica apilaba los platos, mientras tarareaba una antigua canción interplanetaria: esas que se cantaban en la época de las sirvientas que emigraron a la Luna en busca de mejores salarios, dejando a las pobres amas de casa abandonadas a su suerte.

La madre de Guillermo desconectó el artefacto y lo condujo suavemente de la mano hasta la caja de metal, donde permanecia guardado –como una gigantesca marioneta– después de terminar las tareas domésticas.

La sirvienta no era un "robot" –de allí el trato especial que recibía–, sino una combinación de lo que quedó de una vieja actriz (después de la Guerra de las Mujeres) con brazos y piernas artificiales, agregados posteriormente.

El hijo rebelde observó a su madre con una mueca de disgusto, molesto por el cuidado que brindaba a ese extraño organismo –mitad humano, mitad máquina–, un ser híbrido, como aquellos viejos dioses egipcios, que participaban de dos naturalezas distintas y contradictorias.

–¿Será que terminaremos reverenciándolos?– se preguntó el muchacho, mientras se incorporaba del colchón de aire sobre el que estaba recostado. Miró una vez al engendro electrónico, envidiando los cuidados que recibía y luego, cabizbajo, abrió la puerta del comedor y salió a la calle.

Bajo las luces de sodio, sus "championes" parecían fosforescentes. Un brillo fantasmal partía de sus pies: como el de ese polvo estelar que traían en sus zapatos los viajeros de la Vía Lactea. Ese resplandor daba a sus largos pasos un toque misterioso y fantástico. Los autos eléctricos pasaban velozmente junto a él, casi rozándole –como si desafiaran al osado peatón. Guillermo los veía surgir y desaparecer como fuegos, mientras intentaba reprimir la ira y el desprecio que le producían las asépticas máquinas con olor a trueno. Todas llevaban pintadas el emblema de la "campaña de mecanización total": un hombre, sin piernas, sobre dos ruedas de metal.

Aquello había comenzado con la histórica resolución del Gobierno que exigía a todos los ciudadanos la completa mecanización, y la prohibición explícita de andar a pie. El joven y sus "championes" eran un abierto desafío a la ley. "Los que se atreviesen a caminar después de las fiestas patrias debían atenerse a las consecuencias" –así repetía aquella voz impersonal en la pared transparente de todos los hogares. No se había revelado la naturaleza del castigo; pero se suponía que debía ser ejemplar. La deportación a las canteras marcianas, tal vez, o el famoso reformatorio lunar...

El muchacho continuó su caminata a lo largo de las calles electrizadas –sus zapatillas de goma lo protegían suficientemente– pues era sumamente peligroso transitar, a pie, por las nuevas autopistas de acero.

Nuestro héroe observó, con el rabillo del ojo, cómo lo vigilaban las cámaras de TV de circuito cerrado que cubrían la ciudad, siguiendo atentamente sus pasos. Se figuraba la mirada de desaprobación y escándalo que tendrían los encargados de los monitores, frente a las pantallas. Los últimos boletines estatales habían informado sobre el éxito total de la campaña de motorización masiva (exceptuando –decían– la actitud insólita de un individuo recalcitrante, que se había negado a gozar de las ventajas que le brindaba el progreso).

No sólo tras las lentes de las cámaras de control lo veían con disgusto; también los vecinos del barrio por donde transitaba lo miraban pasar con suma desaprobación.

Guillermo se aprestaba a cruzar la calle, para dirigirse al centro de la ciudad, cuando notó que un coche patrullero se acercaba a él, como un negro nubarrón que anunciaba tormenta. El solitario caminante se detuvo, disponiéndose a enfrentar a los inflexibles funcionarios.

El coche eléctrico –de último modelo– paró, silenciosamente, junto a él. Un hombre enjuto, vestido con una chaqueta de color gris, bajó parsimoniosamente de la máquina y mirándolo fríamente, interpeló al muchacho en tono autoritario.

–Ud. debe ser el joven Walker, "el peatón"; el que se ha negado a participar de los beneficios que brinda la electrificación total. ¿No es cierto? –masculló entre dientes el representante del orden.

Así es –respondió Guillermo, con actitud desafiante–. ¿En qué puedo servirles? –agregó con sorna–. No pueden impedir que use libremente mis piernas. Tendrán que esperar que se cumpla el plazo establecido para detenerme –continuó, con insolencia.

El funcionario miró los "championes" del caminante, frunciendo el ceño, y –después de musitar algo por lo bajo– abrió la puerta transparente del vehículo y haciendo una señal al conductor, se alejó a gran velocidad.

En medio de la quietud nocturna, se escuchaba el zumbido lejano de los generadores eléctricos de la ciudad arrullando en la noche el sueño confiado de sus habitantes.

Guillermo Walker se detuvo, durante unos instantes, al escuchar el familiar susurro del colmenar eléctrico donde se destilaba el rayo de las tormentas, y con un extraño brillo en los ojos –después de consultar su reloj de batería solar– decidió volver sobre sus pasos.

Cuando llegó a su casa, el silencio reinante le indicó que sus habitantes estaban profundamente dormidos. El joven se dirigió a la cocina y sacó a la mu-chacha mecánica de su ataúd nocturno; conectó la pila que estimulaba el cerebro y comenzó a hablar quedamente al "ciborg". El organismo cibernético hizo una señal de asentimiento y se incorporó lentamente…

Al otro día, la ciudad entera era presa del pánico y la consternación. Una enorme rata (animal doméstico que se consideraba extinguido) había causado un cortocircuito en la Central Hidroeléctrica.

Los coches se habían detenido… las cámaras de TV habían dejado de funcionar…

LA CIUDAD ESTABA PARALIZADA… LOS HABITANTES HABIAN DESCUBIERTO –ESPANTADOS– ¡QUE YA NO ERAN CAPACES DE CAMINAR!

Sólo un atlético adolescente recorría con pasos elásticos las desiertas calles de la ciudad.

Sus "championes" blancos brillaban bajo la luz del amanecer…

(De: Anticipación y Reflexión, 1980)

Martín de Goycoechea Menéndez

(Córdoba [Argentina], 1877 - Mérida [México], 1906)

Poeta y narrador. Aunque argentino de nacimiento, Goycoechea Menéndez está vinculado a las letras paraguayas desde su llegada a Asunción en 1901. Con Rafael Barrett, Viriato Díaz Pérez y José Rodríguez Alcalá, integró un pequeño grupo de intelectuales extranjeros que se destacaron en el ambiente literario paraguayo de principios del siglo pasado. Discípulo de Juan E. O’Leary, adoptó el nacionalismo a toda prueba de su maestro y se hizo cé-lebre por escribir algunas de las páginas más exaltadas en alabanza del he-roísmo paraguayo demostrado en la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870). De sus obras se destaca en particular su colección de cuentos titulada Cuentos de los héroes y de las selvas guaraníes (1905) que incluye "La noche antes", famoso relato que transcurre en la víspera de la última batalla de la guerra (Cerro Corá, 1870) donde quedaría muerto el mariscal Francisco Solano López, líder de la contienda y figura clave del Paraguay de entonces.

LA NOCHE ANTES

Cerro Corá

En medio de la calma de aquella noche de marzo, el Mariscal revistaba su ejército. Como una vaga pincelada blanca se perfilaban las líneas de los cuerpos, prolongándose en la penumbra triste y suave, llena de rumores, en los cuales parecía desleírse toda la melancolía de las almas y de las cosas.

–¡Soldados del 14! – dijo el Mariscal– ¡Cuatro pasos al frente!

Y avanzaron quince hombres, semidesnudos, con el fusil terciado, la frente altiva.

El guerrero los contempló un momento, y luego ordenó:

–¡Soldados del 43, a revistarse!

Cuatro soldados se destacaron de la línea. No quedaban más. Los cuatrocientos que faltaban al regimiento dormían el buen sueño de la calma infinita en el fondo de los esteros, bajo las ruinas de los pueblos, entre los fosos de las trincheras.

Aquellos cuatro hombres se perfilaban entre la noche, firmes, solemnes, rígidos.

–¡Soldados del 46!– continuó el Mariscal.

Y avanzó una sola sombra. Algo de inmenso flotaba sobre ella. Ese hombre llevaba la bandera.

–¡Soldados del 40, a la orden de revista!– mandó aquel amo de pueblos.

Y sólo le respondió la noche con los vagos sollozos de la selva…

II

Ante su deshilachada tienda de campaña, el Mariscal contemplaba los restos de su ejército. Sus ayudantes, silenciosos, le rodeaban, sin atreverse a apro-ximársele. A la distancia, allá en el seno de las frondas vecinas, un pájaro nocturno desgranaba dulcemente su rosario de arpegios.

Aquel hombre se contemplaba en ese instante, de pie ante la Historia, en la noche precursora de lo inevitable, entre el claroscuro que anunciaba el alba, el día próximo que iba a traer, con su luz, con la sonrisa de los cielos y las alegrías intensas de la vida, la caricia desoladora de la muerte, la desesperación de la última derrota, el vértigo sin límites de la postrer caída.

Incendiaban el alma del guerrero todas sus bravuras, sus odios, sus desesperanzas. Por su cerebro pasaba la visión de los esfuerzos que efectuara, de aquel avance fracasado, de aquella resistencia desesperada a través de las llanuras, las montañas y las selvas.

No le quedaban en aquella hora ni hombres, ni fusiles, ni cañones. Sus esqueletos de regimientos estaban sin caballos, sin carabinas, y sus soldados dormitaban al pie de las lanzas clavadas en el suelo, muchas de las cuales no tenían hierros ni banderolas, porque aquellos quedaron clavados en el pecho del contrario y éstas se desflocaron con los vientos de cinco años y las pudrieron las lluvias.

De sus conciudadanos no quedaba sino un montón informe, un harapo de pueblo, durmiendo el sueño de su desgracia, allí, entre los destruidos convoyes, bajo el frío relente del rocío. Y sobre los cuerpos tendidos en la hierba fina y suave, sentíase pasar el tenue viento nocturnal como una leve caricia.

–Tuyutí, Estero Bellaco, Curupayty…– exclamaba el guerrero. Era la visión del pasado, del ayer inmediato, de la defensa toda aún subsistente, sin que hubieran bastado para anular la soberbia expresión de su fiereza, ni los contrastes continuos, ni las fatalidades todas, cayendo sobre sus hombros con el desplome colosal de una montaña.

¡Y aquel señor de naciones, a quien concluían de hostigar sus mismos hermanos en la raza, dentro del cerco de hierro en que le envolvían; aquel amo de pueblos, ante cuyo camino se prosternaban las multitudes, como ante el paso de un dios; aquel guerrero cuya espada se aprestaba a describir bajo los cielos la elíptica sangrienta, entre cuyos términos iba a rimarse el último canto de la epopeya, se sintió inmenso porque se sintió la Patria!

III

Y la visión del éxodo de su pueblo también cruzó por su mente.

Por caminos tristes y polvorientos veía marchar, como en los pasados días, aquella larga columna de desolación y de miseria, moviéndose lentamente bajo la caricia de fuego de los soles estivales, marchando en pos de la desesperación, de la derrota y de la muerte.

Era un largo y doliente desfile de siluetas blancas; blancuras de guiñapos sobre palideces de carnes corroídas por el hambre; blancuras de muerte sobre rostros en los cuales agonizaban las más dulces y rojas rosas de la juventud; albas livideces impresas en frentes impúberes por los más hondos sufrimientos; blancuras de niños muertos sobre el pecho exhausto y flácido, que se negaba a derramar una gota de la generosa leche de la madre; nieves tempranas sobre cabezas que ayer mismo ostentaban esa aureola primaveral formada sobre las sienes por la comba del rizo negro o la voluta del bucle rubio.

Hombres veía, tambaleantes sobre el camino, como borrachos por el hambre. Tenían grandes ojos dilatados mirando hacia los cielos, ojos sonánbulos, percibidores al acaso de quién sabe qué visiones de paz, de hondo descanso más allá del horizonte y aún más allá de la existencia misma.

Miraba caer ancianas con la frente sobre el polvo, entregándose a la eternidad sin un solo gesto, sin un solo estremecimiento; mientras que pequeños agonizantes llenaban los aires con sus vagidos desesperados, última protesta de la vida contra la infecundidad del destino y la esterilidad nauseabunda de la tumba.

Entre compactos grupos de mujeres, veía llegar a los heridos, a los moribundos, a aquellos a quienes la suprema insondable roía con su único e implacable diente. Algunos, tirados sobre carros desvencijados, clamoreaban sin término y sin consuelo; otros, con sus carnes carcomidas por el abandono, exhibían al aire libre las más asquerosas muecas de la infelicidad humana; varios, agitaban lentamente sus manos, cual si persiguieran la forma de una visión desvanecida entre sus dedos.

Y aquello era el crimen de que se le acusaba, el gran delito de caer con todo su pueblo, de sumirlo en su fosa, de arrastrarlo en su caída de coloso herido y hostigado a la profundidad del abismo en que él mismo se tumbaba, en el vértigo de esa parábola inmensa, cuyo término fatal tenía que ser la trágica hediondez de un sudario.

Entonces, en esos ojos que no habían llorado jamás, profundos ojos pardos que contemplaron impasibles el ataque, el incendio y la derrota, brilló una lágrima, como un último esplendor de sol languideciente sobre el fondo cobrizo de un ocaso.

Y la larga columna de desesperación y de miserias seguía marchando lentamente, sobre el camino calcinado por el sol, envuelta en sus blancos guiñapos, entre los bosques floridos, bajo la serenidad impasible del espacio.

IV

Llegaba el día. Y ante el ejército que se aprestaba a la pelea, el Mariscal saludó por última vez el estandarte, entre tanto que el Aquidabán mugía a la distancia entre sus rocas centenarias, como si llevara a los mares lejanos y rumorosos el alarido de protesta con que se desplomaban un ideal, una patria y una raza.

(De: La noche antes, Antología paraguaya [1901-1905], 1985)

Mario Halley Mora

(Coronel Oviedo, 1926 - Asunción, 2003)

Dramaturgo, narrador y poeta. Jefe de Redacción del diario Patria durante mucho tiempo (1954-1989), libretista de radio en los años cincuenta y guionista (con el seudónimo de Alex) de las primeras historietas paraguayas en guaraní o bilingües, Mario Halley Mora fue también Director del diario La Unión. Autor de más de quince obras teatrales publicadas y de unas cincuenta piezas estrenadas, es el dramaturgo paraguayo más prolífico del siglo XX. De su abundante producción dramática sobresalen: En busca de María (1956), su primera pieza; dos volúmenes de Teatro Paraguayo que reúnen sus seis obras más conocidas, entre las que están Magdalena Servín, Interrogante y Un rostro para Ana (1971-1975); Teatro Breve de Mario Halley Mora (1984) –con piezas cortas que incluyen, entre otras, La comedia de la vida y La mujer en el teléfono– y Testigo falso; El juego del tiempo (1986). Sus obras teatrales más recientes son: Ramona Quebranto (versión teatral de la novela del mismo nombre, de Margot Ayala de Mi-chelagnoli) y la zarzuela paraguaya Loma Tarumá, en jopara (guaraní-castellano), con música de Florentín Giménez. Su producción narrativa incluye novelas y cuentos. Algunos títulos representativos son: La quema de Judas (1965), novela premiada ese mismo año en el concurso de novelas del periódico La Tribuna; Los hombres de Celina (novela; 1981), Cuentos, microcuentos y anticuentos (1987), Memoria adentro (novela; 1989), Los habitantes del abismo (cuentos; 1989), Amor de invierno (novela; 1992), Parece que fue ayer (cuentos; 1992), Manuscrito alucinado (Las mujeres de Manuel) (novela; 1993; Premio El Lector), Todos los microcuentos (1993), Ocho mujeres y las demás (1994), mencionada por la revista VISION como la novela más leída del año, y Cita en el San Roque (2001), novela que le ganó en su país el Premio Nacional de Literatura 2001. Es además autor de un poemario: Piel adentro (1967). Tiene unos treinta libros publicados. Póstumamente apareció Amalia al amanecer (2004), novela en co-autoría con Lita Pérez Cáceres.

LA MUJER EN EL TELEFONO

PERSONAJES

VOZ EN OFF

MUJER

El teléfono está ubicado sobre una elegante mesita. Es un teléfono blanco. De lujo. Sobre la mesita, un pequeño block de esos que tienen un lapicito encadenado. Al lado de la mesita, un sillón de diseño ultra. En el fondo, la reproducción de un cuadro famoso.

(Escenario desierto. Sonido: suena el teléfono.)

VOZ EN OFF: Voooy...

(Asoma la Mujer. Levanta el tubo. Está vestida con elegante conjunto de entrecasa.)

MUJER: (Aún de pie) Hola... (Sonríe complacida.) ¡Nélida, qué gusto! (Se sienta, escucha.) ¡Pero claro mujer, es una sorpresa! ¿Cómo te va? ¿Cómo andás? Contame, contame...

(Se ha puesto un poco seria, con algo de desconcierto.)

Bueno, Nélida, me... extraña algo ese tono.

(Ríe insegura.)

Somos amigas, creo...

Caramba... Nélida, eso no es muy fino de tu parte. (Se le ha borrado la sonrisa.)

¿Que yo dije qué...?

Che, pero oíme... (Se interrumpe, escucha.)

Sí... sí. Estuve a peinarme con Flaviano. Sí, el martes.

Fui por el tinte...

Bueno, pero... (Se interrumpe.)

¿Chisme yo...?

¡Pero si no hablé con nadie!

¡Con NA-DIE!

¡Y menos sobre tu marido...!

(Escucha.)

Bueno, sí, realmente hablé con Blanca.

¿Si qué dijimos?

¡Cosas! Nada especial, creo...

¿De tu marido?

¿Pero qué es lo que yo podía decir de él si...?

(Se interrumpe. Escucha.)

¡Epa, che! Vamos a entendernos, Nélida. ¡El hecho de que hayamos recordado a tu marido no quiere decir que hayamos estado hablando CONTRA él...!

¿Qué...?

¿Que no pluralice...?

¡Ah... de modo que esa lengua larga de Blanca, te dijo que yo le embarraba a tu distinguidísimo marido, y que ella lo defendía...!

Decime, che, ¿la Blanca esa te debe plata?

¿No?

¡Entonces su marido le debe al tuyo, cosa muy posible en un vago que va todos los domingos al Hipódromo!

¡Claro que no es el tema!

Pero es que el tema no existe. Bueno. De acuerdo, recordamos. Dime, RECORDAMOS A TU MARIDO en plural, EN PLURAL.

¡Y quien inició la conversación fue ella, Blanca!

¿Que yo...? Mentira. Mirá, la cosa empezó así:

Como sé que Blanca es tu amiga, le pregunté por vos. Y ella me contestó:

Oh, la pobre Nélida, hace rato que se viene descuidando un poco de su aspecto físico, por eso no la vemos más por aquí...

Dejame continuar... ¿querés...?

Y entonces, yo le dije que no veía la razón de que te abandonaras. Y ella me dijo textualmente; TEXTUALMENTE, ¿OISTE?

Es que... bueno... les pasa a todas las mujeres que se casan con hombres más jóvenes. Envejecen más pronto... y abandonan la lucha...

¿Qué...? Pero che, no te estoy tratando de vieja. ¡Te estoy repitiendo lo que dijo Blanca, mujer de Dios...!

Bueno, si ella te dijo otra cosa, el problema es sencillo, hija. ¿O vas a creer más en la palabra de ella...? ¡Aire! (Ofendida) ¡deberías recordar que yo me casé a los 19 años, hija! de la casa paterna a la casa matrimonial.

¿Que Blanca qué...?

(Irónica) ¡No me digas! ¡Ja! ¡Nunca vi en mi vida un sietemesino de 4 kilos como su primer nene!

¡Y bueno, si fueron compañeras en la Normal, deberías conocerla mejor!

¿O me vas a decir que no conocés la historia del guaediamarina aquél?

¿Qué...?

¡Platónica! ¡Nunca vi que nadie se fuera a vivir en casa de su madrina después de una aventura pla-tó-ni-ca!

Claro que después apareció el idiota de Roberto y se casó con ella. ¡Hay tipos con personalidad de parche!

¿Que me desvío del tema...? Bueno, a ver, según esa culebra...

¿Que dijo de tu marido?

(Escandalizada) ¿Eso dijo que dijo...?

¡Es una tergiversación criminal!

Cuando me refería a que la Secretaria de tu marido era DECORATIVA, me refería solamente a que es un ejecutivo moderno, que sabe impresionar al cliente con detalles de buen gusto, como una chica bien presentable y... (se interrumpe).

¡Pero che...! ¡Esas impresiones te las imaginás vos...!

Bueno, si tu conclusión es ésa... debe ser porque ya tenés otras referencias...

¡Ahora... si por una frase inocente empezás a sacar conclusiones y te ponés celosa...!

¡Blanca tiene razón! ¡Te estás poniendo vieja, hija!

(Enojada) ¡Acordate que cuando yo hice la primera comunión vos ya bailabas en el Sajonia...! No digo que soy una jovencita pero...

¿Que qué...? ¿Que mire más en mi casa y deje de pispar en casa ajena?

¿Te das cuenta que estás hablando como mi proveedora de mandioca?

No. No... eso no te permito. ¡Eso no! Mi José... ¡Sí, mi José...! ¡Mi marido!

(Irritada) ¡Claro que es todo mío!

¿Eso que oí fue tu risa o el cacareo de una gallina?

¿Qué...?

¿Mi marido, mi José... y todavía con esa divorciada? ¡Con el currículum que tiene, y mi marido se va a...!

¿Qué? ¿Cuándo? ¿El viernes...? ¡El viernes José estuvo en el Club, hubo reunión de la Directiva hasta las once!

¡Claro que estoy segura!

¡Eso es mentira! Yo no sé qué intenciones tenés pero... ¿Qué vos le viste...?

(Respira hondo. Juntando fuerzas...)

Bueno... estamos empatados, entonces...

¡Porque se da el caso de que YO también he visto a tu marido, JOVEN Y GUAPO como siempre, con su decorativa Secretaria y, en decorativo Alfa Romeo, a las 8 de la noche, allá por Luque! ¡El jueves! Ahí tenés...

(Cuelga violentamente. Disca el teléfono. La atienden. Con voz dulce:)

Hola... ¿Blanca? ¿Cómo te va, querida...?

Decime... ¿tu marido es también Directivo del Minerva...?

¿Cuánto contribuyó él...?

No me entendés... Mi marido me contó que hubo reunión el viernes de la Directiva... y que hicieron una contribución para... ¿Que no hubo reunión el viernes? ¿Estás segura? ¡Ah, el viernes fueron al Cine...! De modo que no hubo reunión de Directiva... (Ríe falsamente.) Oh, no, confío plenamente en José... ¡habré oído mal...! ¡Adiós, querida! ¡Chau!

(Cuelga de nuevo. Se muerde las uñas. Vuelve a discar. Le atienden. Voz muy melosa...)

¿José...? ¿Que tal querido...? ¿Mucho trabajo?

¡Pobrecito!

¡Oíme, amorcito!

¿Sabés que acaba de llamarme Blanca? La esposa de Roberto, tu compañero en la Directiva Minerva. ¡La pobre está celosa! ¡No cree que su marido estuvo el viernes contigo en la sesión! Yo le aseguré que sí. Dejame hablar. Y ella no cree, no cree y no cree. ¡Y yo le dije que yo jamás pongo en duda tu palabra!

¡Claro que hice bien! Bueno, ¡pero lo simpático es que me invitó a ir mañana en la Secretaría del Club a leer el acta de la sesión del viernes...!

¡Y yo para darle el gusto, le voy a acompañar! ¡Hola, hola... hola! ¿Qué pasó? Ah, ¿fue la línea...?

¿Qué...?

Ay, me encanta conocer los secretos de los hombres, contame...

¿Que Ricardo realmente no fue a la sesión?

(Finge estar escandalizada.)

¡Claro que sí, cada hogar es un mundo, no me voy a meter a hacer cuentos en casa ajena...! ¡Pero contame! ¿Con quién...? ¿Con la Doctora Suárez?

¿Con ese loro? Pobre Blanca... Ay, menos mal que mi maridito no es así...

¿Qué...? Perdé cuidado, no le voy a acompañar a Blanca al Club.

No soportaría la cara de vergüenza que va a poner al descubrir que Roberto le miente... ¡Bueno, amorcito, te dejo trabajar...! ¡No te canses...! ¿Para la cena?

¡Una sorpresa! ¡Venite temprano...! ¡TE ESTOY PREPARANDO UNA LINDA SORPRESA...! Vas a VER QUE RICA SORPRESA. ¡Besitos...!

(Cuelga.)

(Murmura:) Hombres, hombres, hombres...

(Vuelve a discar, pero ha puesto un pañuelo sobre el tubo para disimular la voz. ¡La atienden!)

–Hola... (Disimulando la voz) ¿Señora Blanca...? Soy una amiga... ¡vigile a su marido...! ¡Anda con la Doctora Suárez...! No sea tonta...

(Cuelga. Se levanta, al teléfono, como si aún estuviera hablando con Blanca.)

–Te lo has ganado, por lengua larga... (Pausa, expresión asesina:)

Y ahora... ¡a preparar la grata sorpresa para mi maridito...! Micaela... Micaela... ¿Sabes adónde guardé ese palo de amasar, grueso y pesado...?

(De: Teatro breve de Mario Halley Mora, 1984)

Ester de Izaguirre

(Asunción, 1923)

Poeta y narradora. Aunque radicada desde los cinco años en Buenos Aires, los poemas y cuentos de Ester de Izaguirre reflejan, no obstante, una cosmovisión netamente paraguaya, análoga a la perceptible en las obras de otros miembros de la llamada generación del 40 a la que ella pertenece. Licenciada en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, se ha dedicado desde entonces tanto a la docencia como a la labor creativa. Además de ejercer diversos cargos académicos en la Argentina, ha dictado cursos como profesora invitada en la Ciudad Universitaria de París, en la Ciudad Universitaria de Granada, y también en varias universidades de los Estados Unidos. De su prolífica producción poética sobresalen, entre otros: Trémolo (1960), su primer poemario, El País que llaman Vida (1964; Premio Fondo Nacional de las Artes), No está vedado el grito (1967), Girar en descubierto (1975; Gran Premio Dupuy-tren), Qué importa si anochece (1980; Faja de Honor de la SADE), Judas y los demás (1981; Premio Pluma de Plata del Pen Club), Y dan un premio al que lo atrape vivo (1986), Si preguntan por alguien con mi nombre (1990), Una extraña certeza nos vigila (1992) y Poemas (1960-1992): Obras completas (1993). En narrativa es autora de la colección de cuentos Yo soy el tiempo (1973; Primer premio Municipal 1968), de Ultimo domicilio conocido (1990), un florilegio de mini-cuentos de alto contenido lírico, y de Ayer no ha terminado todavía (2001), su primera novela.

DESPUES DE UN SIMPOSIO DE LITERATURA

Todos conocían sus aureolas

y se las quitaban como un sombrero adverso

a la hora de comer.

A veces la poesía y la amistad

retardaban los relojes

y amanecía sobre los claustros

de la verdad que somos.

Después la codificación

y algún decodificador en decadencia

buscaba aquel aplauso

que se ocultó en la nieve

de vergüenza.

Afuera las montañas,

esa cátedra pura

ese altar sin verdades reveladas.

Y después, el adiós.

Todo, como antes.

Como si no hubiera sucedido.

Las bancas solitarias aguardando

algún congreso de ortopedia

o algún simposio de bromatología.

Busco una cara amiga. Ya se han ido.

El silencio es de un lago en la era terciaria.

Quito, Ecuador, julio 1990

(De: Si preguntan por alguien con mi nombre, 1990)

EL HERMANO

Mientras regresaban del obraje, los dos hermanos ensayaban otra vez el mismo diálogo, que los montes escuchaban.

–Y adónde te irás –dijo Claudio como si lo viera por primera vez.

–A la Ciudad, adonde llega el tren. Cuentan tantas cosas los que vuelven –respondió Jacinto.

–Si vuelven. Todo eso cuesta mucha plata y vos, ¿qué tenés para llevar?

–Trabajaré; ahora trabajo sin esperanza en una jaula de quebrachos y espinillos...

Hasta que llegaron al rancho, sus silencios hablaron idiomas diferentes. El escenario continuó con los mismos actores representando el mismo papel, pero los hermanos sabían que algo había cambiado desde que Jacinto expresó su deseo de zafarse de aquel cautiverio y acceder al convite del horizonte.

Llegó, con un otoño luminoso, la decisión irrevocable de partir. Estaban sentados a la mesa donde el silencio de la familia campesina sólo era quebrado por monosílabos. Sobre ese mutismo, se derramó como lava hirviendo la voz de Jacinto y resbaló sobre el consejo materno la autoridad indiscutida del padre.

Nada; se iría y no había por qué afligirse. La Ciudad no era una fiera.

Tomó los más sencillos recaudos y con un pequeño bolso, partió una mañana cuando todo el monte parecía corear la despedida con rumores y cantos. En la fisonomía agrietada del padre se hundieron aún más los surcos y en los ojos de la madre se acaudillaron los presentimientos.

Al comienzo de la ausencia algunas cartas traían las noticias de la vida de Jacinto en la Ciudad, la búsqueda de un trabajo, la brega en un medio extraño, después una pausa ancha como el abra pulmonar del monte.

Los días derrocharon sus granos de arena sobre aquella comarca lejana. Claudio, en el camastro de su infancia miraba la otra cama vacía mientras escuchaba la serenata de los grillos. Pensaba. Si la Ciudad le devolviera al hermano, ¿sería el de antes? Su regreso ¿sería definitivo, o al volver le pesaría más la eterna inmovilidad de la selva? Quizás le parecieran más taimadas las sombras, más sellado el mutismo de los padres. Si estaba transformado en otro, ¿en qué atajo del recuerdo reencontraría su infancia...?

Ansioso se acercaba diariamente al correo hasta que un día llegaron unas líneas. Desencanto. Lanzazos del héroe a los molinos de viento. Qué difícil la lucha por ese maldito afán de superar las piedras y los árboles. Qué amargo le sabía el pan de la impotencia. Quizás volvería allá, al obraje, a doblegar la cabeza ante su sino de leñador, quizás...

–¿Y tu hermano cuándo vuelve?

–Pronto nomás –contestaba acariciando la seguridad del retorno. Releía las cartas optimistas, y como lo había temido, parecía otra persona la que le hablaba a través de la distancia.

Apenas lo reconoció por la sonrisa y por el color de los ojos cuando descendió por la escalerilla del tren. Ese no era su hermano. ¿Qué muertes se lo habían arrebatado a jirones para dejarle allí esa réplica bastarda? Hasta la voz le llegaba como por tubos desde un rincón de asfalto. Y se quedó clavado en el tiempo, aguardando el milagro.

–Ni he venido a quedarme ni soy tu hermano. Eramos compañeros de pensión antes de que lo trasladaran al Hospital de Jesús María. El clima de la ciudad no le sentaba y me pidió: "escribiles durante un tiempo hasta que me consuma del todo". Me lo dijo una mañana, con una sonrisa triste, durante mi breve visita:

–Mientras vos les escribas yo seguiré viviendo. No me liquidés demasiado pronto, hermano..., después andá a verlos para decirles la verdad.

–Venga, venga hasta casa –agregó Claudio, inseguro.

–No me atrevo a hablar con tus padres. Me volveré en el próximo tren...

Claudio, de vuelta al rancho, no lloraba, porque el otro dolor habría sido menos tolerable. No hubiera aguantado que la Ciudad se lo arrebatara vivo. Ahora podría –se lo dice la tierra, que maldice a quien lo niega– volver a salir con su hermano a juntar miel por el sendero del Potro y meterse en cuanta madriguera los tentara con sus bocas de niebla. Su hermano ya no estaba, era evidente, pero buscando un poco, lo hallaría en cualquier atajo del recuerdo.

(De: Ultimo domicilio conocido, 1990)

Sara Karlik

(Asunción, 1935)

Narradora y dramaturga. Residente en Chile desde hace muchos años, prolífica escritora, Sara Karlik ha sido varias veces galardonada con premios nacionales e internacionales. Su producción narrativa incluye varias colecciones de cuentos y, hasta la fecha, siete novelas. En el género cuento son suyos los siguientes libros de relatos: La oscuridad de afuera (1987), Entre ánimas y sueños (1987), Demasiada historia (1988), Efectos especiales (1989), Preludio con fuga (1992), Presentes anteriores (1996) y El Arca de Babel (2002). En novela, es autora de Los fantasmas no son como antes (1989), Juicio a la memoria (Premio Planeta de Novela 1990 y XXXVI Edición del Premio Sésamo 1991), Desde cierta distancia, novela juvenil que obtuvo mención de honor en los "Juegos Florales" (1991) de Vicuña, Chile, La mesa larga (1994), Nocturno para errantes eternos (1999), El lado absurdo de la razón (2002) y La conciencia indefensa (2004). En teatro, son de su autoría, entre otras piezas: No hay refugio para todos (1993; obra finalista en el Concurso Tirso de Molina, 1993), La escalera de Jacob (1994), Sin vuelta atrás (1996), Anorexia sexual (1997), Hombres y mujeres de rincones (1997), Sólo por esta noche (1998) y Derecho de propiedad (1998). Tiene además numerosos cuentos incluidos en revistas, suplementos culturales y antologías literarias nacionales y extranjeras.

PRESION ATMOSFERICA

Lee el diario. Lo despliega igual que una sábana. Pero el dormitorio ha quedado en tierra, por más que estar rodeados de nubes da la sensación de sueño en su etapa indecisa. Sólo que el ruido del avión remece la realidad del temor involuntaria-mente desarrollado. La cabeza me palpita como si tuviera un motor propio.

El que lee el diario está a mi derecha. A mi izquierda, alguien se queja de la música excesivamente altisonante. Llama a la aeromoza y pregunta: "¿estamos en carnaval?". La mujer sonríe, silenciosa. Piensa (porque es evidente que hay una alteración del pensamiento a 10.000 metros de altura), alcanza el primer chispazo inteligente del cual se aferra y contesta: "son cosas de la radio; el volumen sube con el movimiento del avión". Cree dar por terminado el encuentro verbal, pero el pasajero insiste, subrayando, con tinta roja, "entonces no es un problema de la radio, sino del avión". La azafata se remite nuevamente a su fuente mental. La han sacado de su esquema. Ocurre lo mismo cuando en un restaurante uno pide que al huevo lo pongan al lado del bife y no encima. "Señor, el huevo viene montado, qué quiere que le haga", dice la mesera.

La azafata inicia un retiro gradual de la escena, pero el pasajero es de aquellos que no se conforman así nomás. Pregunta cuál es la presión atmosférica interna del avión al tiempo que el pasajero de mi derecha presenta una queja aéreamente formal, sorprendido e irritado a la vez: "ese diario es de ayer". "Déjeme ver", dice la muchacha. Mira la columna correspondiente a los programas de televisión. "Tiene razón", responde extrañada. "Lo que anuncian ya lo he visto". El pasajero de la izquierda opina que la fecha del diario es la que corresponde, que es un problema de cambio de horas, de cruce de líneas, de paralelos y meridianos, que el huso horario... El pasajero de la derecha insiste. Considera que se trata de un atropello de la aerolínea, una burla.

La radio interviene a través de la voz quejosa de Manzanero. "Ya no estás más a mi lado, corazón…". "Y a éste, ¿quién lo invitó?", pregunta el hombre de mi izquierda. "Esto es un carnaval", insiste. Manzanero, sin inmutarse, le sigue susurrando "ya no estás más a mi lado, corazón…". "Las libertades que se toma. ¿Quién cree que soy?". La muchacha se arregla el moño, se columpia sobre una pierna, luego sobre la otra, haciéndome pensar en alguna impostergable necesidad de una visita al baño. Pero no, es sólo el nerviosismo de no poder manejar ese tipo de emergencia. "A la empresa le falta ‘aggiornamente’", dice el hombre izquierdo. He optado por llamarlo así. Sentada en el medio, tengo la sensación de ser el cuerpo y contar con dos brazos masculinos, lo que me hace imaginar un harén al revés. El hombre derecho se extraña. "¿Lei parla italiano?". Se produce un súbito acuerdo sonriente, una inmersión en códigos civilizados. Pienso en los partidos de tenis al notar el constante movimiento de ida y vuelta de mi cabeza para seguir, a izquierda y derecha, una conversación carente de interés para mí.

Hace frío. Necesito una manta.

La luz de llamada permanece encendida hasta que la aeromoza, lentamente, se atraviesa en mis ojos mareados por el movimiento. "Lo siento", dice, "las mantas las proporcionamos solamente durante los viajes largos". "Pero es posible tener frío en un trayecto corto también", insisto, viendo alejarse mi posibilidad de hacerme de otra manta para agregarla a mi colección. "Son estipulaciones de la empresa", dice, moviendo los ojos en claro alcance sensual. La sospecha cruza ala-damente por mi interior. Ya me encuentro en un "affaire a trois". Lo único que me falta ahora es que sea "a quatre".

Mientras tanto, el Dante se pasea de un asiento a otro, sin prestarme atención. Surge entre mis adlátares un desacuerdo sobre si Miguel Angel en verdad pintaba la Capilla Sixtina acostado de cúbito dorsal o sentado, para converger en el convencimiento de que gran parte de las Pietás son sólo reproducciones.

Temo encontrarme en medio de dos representantes de la Maffia o de la Camorra, los que se comportan como si el encuentro hubiera sido casual. Me veré enredada, sin posibilidad de escapatoria. Terminaré mis días convertida en correo hasta que, en un intento de liberación, sea ajusticiada. Podría ocurrir en cualquier parte: en un baño, en un aeropuerto, en el mismo avión. El asunto del diario o de la música pudo haber sido un santo y seña para identificarse.

Ahora han abandonado los personajes anteriores y se abocan a las delicias de la cocina. Es evidente que son hombres de mundo, conocen restaurantes en las avenidas más elegantes o en las calles más apartadas, "uno pequeño, apenas lo que podría decirse una cantina, pero la pasta…", dice el izquierdo, besando los dedos encogidos en racimo y tirando el beso al aire. El derecho, para no quedar en zaga, afirma que los mejores lugares para comer no se encuentran precisamente en Italia. Cita un número indeterminado, casi por abecedario, de países y calles. Tengo la sensación de haber leído la misma lista en la sección culinaria de la revista del domingo. Cuando llegan al tema de la ópera, deseo intensamente que el avión aterrice, logrando un tiempo récord. Todavía siento, en el fondo del oído, las transmisiones domingueras de óperas que mi padre escuchaba en la radio, haciendo participar involuntaria-mente a los vecinos de muralla por medio, en una época en que yo hubiera preferido el adormecimiento romántico de boleros o el ritmo naciente del cha-cha-cha.

"Nabucco…", dice uno de ellos. No sé si el izquierdo o el derecho. De reojo, puedo ver cómo se le pierden los ojos en las órbitas, en un éxtasis casi sensual. La imagen de una película en que los protagonistas, en pleno cine, se deslizan del asiento para realizar el acoplamiento amoroso en el suelo, en total abstracción de los horrores de Salaam Bombay, aparece en todo su esplendor en un alcance poco claro. "Imposible organizar la imaginación o educarla para que se conduzca como corresponde cuando corresponde", pienso.

Ya no tengo necesidad de la manta. Más bien estoy a punto de levantarme para abrir una ventanilla, pero recuerdo que estoy en un avión y que no puedo actuar como Carmencha lle-gando del campo. Traspiro. Extiendo el brazo para abrir el botón del aire, por más que siento que lo que necesito es oxígeno. Me doy cuenta de lo terrible que es tener un hombre a mi izquierda, otro a la derecha, estar en el medio y pasar inadvertida. Saco delicadamente un espejo de la cartera. Me observo, tratando de encontrarme algún parecido con Aída. Tampoco tengo aire ni pechos de madona. Sonrío al espejo. Miro a través de él si alguno de mis escoltas trata de ingresar en el espacio reflejo. Ni modo. Están demasiado enfrascados en sus inquietudes. Me viene a la cabeza el temor de que seré testigo de lo que no quiero siquiera imaginar. Me tapo los oídos para no escuchar el lugar ni la hora de la cita.

Desde el fondo del pasillo, la aeromoza avanza con los brazos extendidos sobre los que reposa una manta. Adopta una pose ceremonial, semejante a la de mi actitud de niña elegida llevando la bandera para ser izada en el patio de la escuela mientras la envidia se reparte entre mis compañeras. Rechazo la manta. "Ya no la necesito", digo, tímidamente. Los dos hombres me observan. Experimento el deseo íntimo de que me alejen por el camino de las ruinas antiguas de alguna ciudad recuperada del desaparecimiento total y olviden el presente.

De pronto, sin mediar palabra o pedido, la azafata se aproxima con dos tazas de café. El hombre izquierdo saca del bolsillo un pequeño sobre y se lo pasa al derecho. No necesito más, ése era el quid de la cuestión. Ya me habían advertido que los adictos hacen uso de cualquier circunstancia. Aspiro profundamente. Exhalo del mismo modo. A veces basta la sola emanación para volarse. Lo pondrán en el café, como si se tratara de azúcar. El hombre izquierdo parece disponer de más sobrecillos. Los tiene en el bolsillo de la chaqueta. "Van a con-sumar el asunto", pienso. "¿Usted no desea una taza de café?", pregunta gentilmente uno de ellos. Ya ni sé cuál. Se han mi-metizado a tal punto que hasta sus voces son similares. Están tratando de inducirme. Es un hecho. Respondo que no, que no soy afecta al café, no recordando que me habían visto tomarlo con el almuerzo. Tengo que hacer algo. Es probable que el cargamento sea mayor. Quién sabe cuántos serán embaucados con los sobrecillos. Desabrocho el cinturón y, parodiando al que gritó "¡tierra!", o en burda imitación al que ordena "¡fuego!", me levanto y, sin poder contener la catapulta de mi denuncia, "¡droga!", grito.

Hay un revoloteo general: la aeromoza corre por el pasillo, de la cabina de mando emergen dos hombres musculosos que se abren paso entre los que han invadido el pasillo y, abalanzándose sobre mí, me levantan en vilo mientras siento manos que me palpan en busca (presumo) de armas o cuchillos o qué sé yo, al tiempo que no puedo dejar de escuchar "uno se encuentra con cada espécimen…" y hago todo el esuferzo por desmayarme como único modo de desaparecer.

(De: El Arca de Babel, 2002)