Maybell Lebrón

(Córdoba [Argentina], 1923)

Cuentista y poeta. Aunque nacida en Argentina, vive en Paraguay (Asunción) desde 1930. Activa promotora de actividades culturales en su país y miembro del Taller Cuento Breve, Maybell Lebrón ha publicado algunos cuentos en los libros de dicho taller y algunos otros en periódicos y suplementos lierarios diversos. En 1989 obtuvo el primer premio en el concurso "Veuve Chiquot Ponsardin" por "Orden superior", uno de los relatos incluidos en Memoria sin tiempo (1992), su primer libro de cuentos. En 1993 otro de sus cuentos ("Gato de ojos de azufre") fue galardonado con el Premio Néstor Romero Valdovinos en el concurso de cuentos del diario Hoy de ese año. También es autora de Pancha (2000), una novela de trasfondo histórico paraguayo, y de dos poemarios: Puente a la luz (1994) y Ayer, tal vez mañana (2004), su libro más reciente.

AUSENCIA

Soledad irredenta

voy contigo.

En la noche desgarrada de recuerdos

o entre voces y gente

miro, húmeda,

la corteza azulada de infinito

y escudriño

entre sus dedos trémulos

acaso

algún vestigio.

Soledad.

Hoy eres compañía

me acercas

a quienes han partido.

IN MEMORIAM

A los caídos de marzo

La plaza.

Está rota la plaza;

la plaza está vacía

esta noche.

Un murmullo se escurre

entre las plantas mustias.

Tejiéndose de brumas

levántanse entre cruces

las gloriosas figuras.

‘Con lágrimas y furia

en el silencio

grito:

¡Aleluya!

(De: Itinerario Poético [poemario colectivo], Selección de Escritoras Paraguayas Asociadas, FONDEC, 2001)

RECUERDOS

A Juan

Cuando ya no retengas

mi cabeza en tu pecho

no quiero que me pienses

con lágrimas o ceño.

Deja la losa fría

recostada en el suelo

y vuélvete a la casa

para seguir viviendo.

El frote de las cañas

en suave ronroneo

renacerá en tu oído

con mi trémulo acento

al poder estar juntos

(perdidos en el tiempo)

allí donde la vida

dialoga con los muertos.

Aunque tú no me veas

tal vez yo pueda hacerlo.

SILENCIO

En el patio solo

preñado de sueños

habita gozoso

mi amigo el silencio:

allí nos juntamos

de común acuerdo.

(De: Puente a la luz, 1994)

Concepción Leyes de Chaves

(Caazapá, 1891 - Asunción, 1985)

Narradora, dramaturga y periodista. Prolífica escritora y consumada conferenciante, Concepción L. de Chaves –madre de Ana Iris Chaves de Ferreiro– cumplió una función importantísima en el campo educativo a través de sus conocidos libros de lectura, usados durante décadas en las escuelas primarias de todo el país. Siendo Presidenta de la Comisión Interamericana de Mujeres, obtuvo el reconocimiento de los derechos jurídicos de la mujer en América (durante la Décima Conferencia Interamericana de Caracas en 1955), logro que la llevó a integrar la lista de "las cuatro mujeres más destacadas del año (1955)" en Washington, Estados Unidos. Galardonada con ocho diplomas de honor de diversas instituciones y con tres llaves de oro de ciudades caribeñas (Puerto Príncipe, Haití; Santo Domingo, República Dominicana; y San Juan, Puerto Rico) en 1955, ha recibido también varias condecoraciones importantes, entre ellas la del Orden Nacional del Mérito de la República de Haití (1955), la Medalla de Honor del Instituto Femenino de Caracas (1958), el grado de Oficial de la Orden Nacional del Mérito de Francia (1965) y la Medalla del Mérito Nacional Rondon del Brasil (1969). Su abundante producción incluye Tava-í (1942; Primer Premio en el Concurso de novelas del Ateneo Paraguayo en 1941), novela de costumbres, Río Lunado: mitos y leyendas del Paraguay (1951) y Madame Lynch (1957), novela histórica, especie de biografía novelada de la compañera de Francisco Solano López, líder paraguayo muerto en la última batalla de la Guerra de la Triple Alianza (Cerro Corá, 1º de marzo de 1870). Sus obras han sido incluidas en diversas antologías nacionales y extranjeras.

ROMANCE DE LA NIÑA FRANCIA

Un toque de corneta quebró la calma de la tarde. Al oírlo, hombres y mujeres cerraron puertas y ventanas, se retiraron a los ángulos más apartados de sus aposentos y permanecieron quietos respirando apenas.

Las casas parecían replegadas bajo las inclinadas vertientes de los corredores; los cerrados portales encogíanse dentro de las paredes de grueso adobe; ni el perro ladraba a la distancia. El toque de corneta se alejó por un extremo de la calle; por el otro apareció un jinete, encorvado sobre la montura de un forro carmesí. La alfombra de arena, tibia de sol, apagaba el rumor de los cascos de su caballo. El sombrero de fieltro de anchas alas, no permitía distinguir más que el pronunciado mentón y la trenza larga, bien peinada. Una chaqueta abotonada le ceñía el magro talle. Era el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, El Supremo, que realizaba su paseo habitual. Esa tarde dirigíase a su quinta de Ybyra-í, donde pasaría el fin de semana.

Ya se perfilaba ante él la casona entoldada de jazmines y madreselvas cuando dejó la senda que venía siguiendo, y tomó otro camino angosto, poco trillado, casi oculto en el espartillar. Atravesó el bosque y se halló frente al río, en cuyo azogue mirábase la selva extática y el sol muriente. A la izquierda, una mansión de techumbre rojiza se alzaba sobre el verdor intenso de los naranjos; alrededor, crecía el césped a la altura del hombre. Ante ella apeóse El Supremo y penetró en el interior.

Salió a su encuentro una anciana de blancos cabellos, rosado cutis y ojos verdiazulados. Era doña Ninfa Cañete, su prima lejana y su única amiga. Francia la saludó con recelosa afabilidad; había perdido aquel arte de la conversación que en su juventud sustituyera uno de sus principales atributos de superioridad. Sentado en un sillón de vaqueta claveteado, don José Gaspar parecía esperar a alguien.

No demoró en presentarse una niña que frisaría en los veinte años; sus ojos grandes, negros y luminosos, la amplia frente, el nacimiento de los cabellos rebeldes, parecían copiados del anciano. Mas, ¿de quién había heredado el cutis mate, las formas esbeltas, el aire decidido, franco y alegre? Nadie podría decirlo. Era un enigma.

–Siéntate, niña –ordenó El Supremo. La áspera expresión de su semblante habíase dulcificado levemente.

La conversación se hizo embarazosa; prevalecían los silencios. La joven se hallaba preocupada y vacilante. Evidentemente algo pugnaba en su espíritu, algo grande, ávido, más fuerte que el respeto, mejor dicho, que el tremendo temor que inspiraba aquel señor de un pueblo. Pero la niña no era tímida. Sabía bien lo que anhelaba, y lo anhelaba ardientemente, con todas las fuerzas de su juventud solitaria, de su temperamento decidido y valiente. Habló respetuosamente, pero con firmeza.

Amaba a un joven que la había pedido en matrimonio; pero el mozo no osaba presentarse al Supremo, sin contar con la seguridad de su benevolencia. Terminó implorando el asentimiento que la haría feliz.

Prietos los labios, tenso el semblante, Francia escudriñaba la fisonomía de la joven desaprensiva, que se lanzaba a la conquista de su dicha. Por su mente desfilaron recuerdos. Su juventud corrida en pos del amor, sin asir el verdadero; la secreta inclinación fugaz que en la plenitud de su existencia le había dejado una paternidad, reducida a simple tutoría, sobre aquella niña cuyo verdadero nombre sólo él conocía.

¿Un extraño pretendía arrebatarle la única supervivencia de su vida afectiva y sentimental? ¿Querrían disputarle una tutoría, a él, que no admitía el más pequeño menoscabo de su autoridad? Desconocía la ternura, y aquella criatura audaz intentaba enternecerle. Había sufrido la afrenta de su porfía pasional insatisfecha, y aquella hija quería apropiarse, precisamente de lo que le había hurtado el destino. Sintió recrudecer su íntimo conflicto personal. En su rostro bilioso ardió una chispa sardónica, pero tenía demasiada conciencia de su poder para oponerse con todo el peso de su personalidad al pedido de esa pobre muchacha, sujeta más que ninguno a su puño dominador.

–¿Cómo se llama tu pretendiente? –limitóse a preguntar, con voz opaca, después de un lapso de silencio.

–José Antonio Rojas de Aranda –respondió la niña, y palideció de súbito; había intuido una prevención enigmática.

Don José Gaspar apretó los finos labios. Aquellos Rojas de Aranda eran famosos por su capacidad de seducción. Uno de ellos, muchos años antes, había provocado la perpetua desarmonía entre el amor y su destino. En el juego de este otro se trocaban las cartas; en sus manos se hallaba consagrar la dicha, o marcar la pérdida definitiva.

–¿Dónde se ven? –inquirió con perfecto disimulo de sus emociones.

–En la iglesia de Trinidad, los domingos, después de misa –contestó la muchacha que no tenía otro nombre que el de ´la niñaª.

El Supremo, con fría dignidad, volvió el rostro hacia su mejor amiga.

–Ninfa –dijo, autoritario–. La Niña no volverá a poner los pies en la iglesia –la prohibición se cumplirá hasta diez años después de su muerte–; y tanto tú como las criadas –agregó– cuidarán de que no salga al patio, menos a pasear por los alrededores –y la niña morirá sin haber vuelto a ver el cielo libre sobre su frente.

El Supremo miró las ventanas enguirnaldadas de jazmines; la parra, continuación del alero y, más allá el naranjal. Como iluminado por súbita revelación, añadió: –Mañana enviaré un mastín que atarán bajo la viñalera.

Salió al patio, montó a caballo y perdióse en el bosquecillo envuelto en los velos del anochecer. Detrás dejaba la tragedia sin evasión posible, la desdicha que se consumaría en secreto, ahogada por el mutismo receloso del ambiente.

La niña lo vio alejarse como al adversario de su existencia. Comprendía que no podría vivir sin Rojas de Aranda, y se reprochó el no haberse explicado mejor, el no haber rogado, implorado. Pero estas actitudes repugnaban a su orgullo, a su temperamento tan inflexible como el de su padre.

Los moradores de la quinta dormían desde el anochecer. Sultán, el fuerte perro guardián, tendía sus sentidos como tentáculos hacia los vientos. Unicamente la niña manteníase insomne, los nervios tensos, en muda inmovilidad cerca de la ventana.

A medida que transcurría la noche, le latía el corazón con ansiedad más viva y más ardiente. Escrutaba el campo, el huerto manchado de claro y obscuro. Diríase que presentía la proximidad del jinete que venía orillando el río lunado. El caballero avanzaba con preocupación, envuelto en su poncho, calado el sombrero hasta las cejas. No serían las diez de la noche cuando penetró en el bosque; ocultó en él su caballo y, a pie , por caminos de atajo, se dirigió a la quinta de doña Ninfa.

En la casa reinaba un silencio que parecía no tendría fin. El emponchado airoso, de movimientos elásticos y andar seguro, deslizóse entre los naranjos. El perro guardián retozaba a su lado. Llegó al pie de la ventana, echó el sombrero sobre la nuca y descubrió su rostro. Entre los barrotes introdujo la mano, y asió por la cintura la silueta femenil que le aguardaba en la penumbra. La figura alta y esbelta de la niña Francia asomó a la reja.

–¿Has presentado nuestra petición? –preguntó el mozo; en su voz vibraba la caricia.

La niña resumió la conversación que tuvo con El Supremo.

–Mañana traerán otro perro –finalizó desolada, como si aquello encerrara la amenaza más inquietante para su sensibilidad.

–Pronto me será tan adicto como Sultán –repuso él, sonriente, deseando alejar las preocupaciones de su amada.

Cuando Rojas de Aranda abandonó la ventana y saltó el cerco de la heredad, ocho hombres armados le cortaron el paso, y lo llevaron preso a la ciudad. La suerte que le cupo aún no se ha esclarecido.

La niña Francia nunca había conocido el sano regocijo de la libertad. Acostumbrada a la obediencia no contrarió a los que la rodeaban. Pasaba los días en su aposento, sentada, sin hablar ni mirar a nadie; pero las noches le pertenecían. ¡Cuántas veces saltó del lecho, se aproximó a la reja, miró el campo lunado, apostrofó a la soledad, maldijo al que había derrumbado sus ilusiones y quedó llorando hasta el amanecer!

Su paciente resignación se rompió el día en que le anunciaron la presencia de El Supremo.

–¡No quiero verlo! –gritó en un arranque ardiente, casi salvaje.

–¡No quiero verlo! –repetía, arrastrada por las dos mulatas a través de los callados aposentos.

Jadeante, la boca llena de espuma y una extraña luminosidad en la mirada, quedó de pie, ante don José Gaspar.

–¡Te odio! ¡Tú no eres mi padre! –clamó con voz aguda. La risa puso en su rostro la trágica máscara de la demencia.

Doña Ninfa la miró espantada. Parecíale imposible que su pupila no hubiera caído al instante, fulminada por sus propias palabras.

El Supremo no volvió a recorrer el sendero abierto en el espartillar. Tampoco olvidó la aseveración violenta. A su muerte ordenó que el importe de su sueldo no cobrado se repartiera entre los soldados y donó la quinta de Ybyrary a las mulatas que le servían. Ante el mundo dejaba inexistente su paternidad. A solas, quizás, habría recomendado a las criadas que cuidaran de la Niña Francia.

Muerta doña Ninfa, las dos mulatas herederas del dictador Francia se trasladaron a la ciudad con la Niña. Por turno, las mujeres recorrían las casas de las principales familias y vendían productos de industria casera. El chismorreo nada podía arrancarles acerca de la enigmática mujer que vivía con ellas. Al primer amago de interrogación, cubrían las cestas de mercaderías y se alejaban, herméticas, hurañas, como perseguidas por un conjuro.

Habitaban en la calle Palma, a tres cuadras de la Catedral, en una casa que hoy sirve de local a una librería. En la mirilla enrejada, abierta en el recuadro superior de la puerta, las personas que iban a misa de madrugada advertían la presencia de una mujer de alborotados cabellos y amplia frente dolorida, que contemplaba a los transeúntes con los ojos atormentados, escrutaba intensamente los semblantes y seguía con la mirada la silueta de los que se le escapaban al pasar. Daba la impresión de que padecía de incurable nostalgia, de que había pasado la noche en aquel sitio, avizorando la sombra que diluyó el pasado, y que se hallaba cansada de haber buscado tanto y tan inútilmente.

Nadie reconocía en ella a la Niña Francia. Días, años enteros, con refinada y lenta crueldad, el destino había dejado pasar sobre su naturaleza apasionada y ardiente, el encierro, el fastidio, la envilecedora vigilancia de las dos siervas que no habían tenido juventud, que no olvidaban el antiguo temor y vivían poseídas por una obscura obsesión de fidelidad.

Anonadada en la monotonía del aislamiento, en el vano vértigo de los sentidos, la custodia mezquina y deprimente de las mulatas habían acabado por amasarla, con la mezcla de almidón destinada a la fabricación del chipá casero.

No conocía a nadie más allá de las puertas cerradas. No poseía nada con qué encandilar a sus cancerberas para sobornarlas. El mundo ignoraba su nombre. ¿A quién implorar? Solamente en sus ojos quedaba la imagen del que la deslumbró una vez, el único que hubiera podido destellar un milagro en su vida, y al que perdió sin haberlo alcanzado. Había desaparecido también el poderoso, quien, al menos, por reacción ante sus rebeldías, hubiera introducido un cambio en su vida.

Por lo demás, ¿qué podría hacerse con ella? La soledad, el legado de su padre se posesionaba ya de su destino.

Aquella mañana, la ensenada se embriagaba de sol. Las mozas que salían de la Catedral sonreían sin saber por qué, al solo influjo de la plenitud ambiente. En un día como ese, en que la Niña Francia hubiera deseado pasear por Asunción, cuatro soldados conducían sus restos. Detrás iban las dos mulatas, oculto el rostro en las sábanas que les servían de manto, vigilantes, como temerosas todavía de ser sorprendidas en falta por el autócrata.

(De: Río Lunado: mitos y leyendas del Paraguay, 1951)

Nila López

(Concepción, 1954)

Periodista, actriz, poeta y narradora. Diplomada en Psicopedagogía por la Universidad Católica de Asunción, fue durante varios años directora del Departamento Cultural del Centro Cultural Paraguayo-Americano. Columnista y entrevistadora en ABC Color, Nila López ha sido además jefa del área de Artes y Espectáculos del diario La Tribuna y directora de la revista dominical de El Diario Noticias. Durante mucho tiempo presentadora de televisión y conductora de diversos programas culturales en el Canal 9 (SNT), actualmente se dedica a escribir y ordenar sus textos aún inéditos. Su obra publicada incluye los poemarios El brocal amarillo (1985), Artificios naturales (1987) y La condición amorosa (2001). En teatro, es autora de ¿Quién dejó pasar el tren? (1987), pieza galardonada con el Primer Premio de Radio Cáritas en 1977. También ese mismo año (1977) obtuvo el Segundo Premio de la Municipalidad de Asunción por "Ciudadalma", texto ecológico escrito en co-autoría con Raquel Chaves. En 1995 apareció Señales - Una intrahistoria (relatos; 1995), su primera incursión en el campo narrativo, y en 1998 dio a luz su primera novela: Madre, hija y espíritu santo (Premio Municipal de Literatura 1998), collage textual en prosa y verso donde confluyen a un mismo tiempo poesía, mito y realidad, teoría y práctica, lo vivido y lo soñado, lo personal y lo universal, desde una perspectiva inconfundiblemente femenina. De más reciente publicación es Tántalo en el Trópico (2000), su segunda novela.

EL AZAR, LA VIDA Y LA MUERTE

Hace una semana un amigo, refiriéndose al entierro de una persona, un poco distraídamente me dijo: "Fueron a entregar el cuerpo". E inmediatamente se corrigió: "A enterrar". Notó que se trataba de un error involuntario, de esos que nos hacen pensar en que la lengua moviéndose dentro de la boca a veces se va para otro lado, y nos trabamos o tartamudeamos sin relacionar el hecho con cosas que operan más allá de lo puramente verbal.

Probablemente cuando él me dijo "entregar" el cuerpo, estaba sintiendo esa condición de préstamo implícita en determinadas culturas, con respecto a la vida. ¿Nos prestan por un rato, un tiempo arbitrario, a la existencia terrena? Y luego, ¿devuelven nuestra vida cumplido su ciclo de desarrollo y su finalidad histórica?

El misterio de la creación y de la evolución humana. Olores, aromas, el monaguillo recorriendo el pasillo central e invadiendo el recinto con el humo del incienso. Desde lejos, algún sacerdote recitaba: "Esta vida no nos pertenece, es de Dios". ¡Cuán espantada buscaba entonces, antes, al dueño inexorable de mi vida! Mientras, las maestras me repetían en la escuela que el valor de la misma se mide por el cuidado de la salud...

(De: Señales: una intrahistoria, 1995)

EN EL PAIS DE LAS NARANJAS

Es difícil sustraerse de la maravillada emoción que despierta la lectura de "Mi último suspiro", del famoso cineasta Luis Buñuel. Más aún cuando dice que en alguna parte, entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre.

Pero de repente, encontramos una frase suya, textual: "Steinbeck no sería nada sin los cañones americanos. Y meto en el mismo saco a Dos Passos y Hemingway. ¿Quién les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía?".

La pregunta es lógica: ¿Qué pasa también con Buñuel? ¿Por qué siempre hay que citar a este país para hablar de lo-que-no-puede-ser? Es verdad, tal vez no sea desprecio sino afirmación de una realidad que está allí y... hazte de fama y échate a soñar...

La única ocurrencia que tuvimos en medio de la rabia –y atendiendo a que Buñuel también habla mucho de lo fortuito que en este caso nos hizo paraguayos– fue pensar cuánto tema le daría a él nada más que un fragmento de nuestra surrealista vida. Que no pase nunca casi nada... visible, ¿no está acaso más allá de lo real?

El podría subirse, por ejemplo, a un tranvía Nº 5 y seguir su itinerario desde la Iglesia Las Mercedes, por la calle de los chalecitos. Pasear luego la mirada por la Avenida España con sus viejos caserones y una que otra construcción moderna, fijarse en los árboles de naranja hái bordeando las veredas... ¡Cuánto podría decir del sopor absoluto que se siente a las cuatro de la tarde en medio del traqueteo del vetusto vehículo, al acercarse a la estación del ferrocarril que desde lejos parece una estampita de otro siglo!

Y cuánto más podría sugerir si viera a los soldaditos que compendian en sus desatinados gestos el amor callejero, en medio de las muchachas y los viejos fotógrafos, los vendedores ambulantes, las chiperas y los chiquilines de la Plaza Uruguaya. Después, en la zona principal de Asunción, vería que Palma es un racimo humano apagado y versátil al mismo tiempo: afuera los mestizos, adentro los orientales, en un práctico y económico encuentro racial.

Bien podría preguntarse por qué no nos atropellamos, por qué caminamos lentamente, por qué tenemos estas caras serias, casi meditabundas, por qué somos, sin embargo, tan naturalmente gentiles con el primero que pasa.

Si por casualidad alguien tuviera el atrevimiento de interrumpir su pacífico paseo en el travía, para contarle al señor Buñuel que esa calma chicha que se observa es sólo la engañosa fachada del paisaje, y que es normal que andemos buscando camorra, que hagamos poco y no dejemos tampoco hacer nada a los otros, que ya es un hábito sacarnos mútuamente los trapitos al viento, es probable que tan distinguido visitante no se sorprenda mucho, y con una enigmática sonrisa nos conteste: "Eso ocurre en cualquier parte, ¿no han visto mis películas? Es cuestión de escarbar en la supuesta urbanidad de la gente de las grandes ciudades para encontrar que tienen las mismas mezquindades que crecen y se reproducen en las aldeas".

(De: Señales: una intrahistoria, 1995)

EN ESCENA

De quien no fuera incierto algún destino

exclúyame de su alma si es que puede.

Apasionado, refléjese en mis días,

en la inútil partida muerto en vida.

Has bailado en mis brazos, te he adorado.

Mi alteza ha de venir, esto fue ensayo:

a tu antigua misión regresar debes.

Yo seré tu princesa enamorada.

INVITACION

Aunque deambulo en mi palacio a ciegas

bien pertinaz reclamo lo negado.

En el dudoso oficio de buscarte

huyo y regreso, prolongo mi agonía.

¿Por qué tardas mi cielo presentido

y mi suerte condenas a la espera?

Ya no puedo vivir sin complacerte:

quiero en mí recibirte y a ti darme,

para añadir al peregrino escudo

la honrosa libertad de custodiarnos.

(De: La condición amorosa, 2001)

Juan Manuel Marcos

(Asunción, 1950)

Poeta, narrador, crítico literario, ensayista y docente universitario. Doctorado en Filosofía por la Universidad de Madrid, y en Letras por la de Pittsburgh, catedrático en universidades nacionales y extranjeras (incluyendo cuatro en Estados Unidos), Juan Manuel Marcos es actualmente Rector de la Universidad del Norte (Asunción) y miembro titular del Consejo de Universidades del Paraguay. También ha participado de manera muy activa en la política de su país, especialmente después de la caída de la dictadura de Stroessner en 1989. Prolífico escritor y crítico, hasta la fecha ha publicado una veintena de libros y más de cincuenta artículos en revistas especializadas europeas, estadounidenses y latinoamericanas. Fundador de la revista internacional Discurso literario (1983) y miembro del consejo editorial de numerosas publicaciones académicas, ha recibido premios literarios y distinciones diversas de una decena de instituciones americanas y europeas. Su producción literaria incluye, entre otros, los siguientes títulos: Poemas (1970; Premio René Dávalos), López (montaje teatral, Asunción, 1973), Roa Bastos, precursor del postboom (1983; Premio Internacional PLURAL [México] de ensayo), De García Márquez al postboom (1986), El invierno de Gunter (1987; Premio Libro del Año), su primera novela –traducida al inglés por Tracy K. Lewis en 2001–, Poemas y canciones (1987) y Así como por la honra, Selección de textos sobre la libertad (1990).

HAZME UN SITIO A TU LADO

Hazme un sitio a tu lado paralelo al recuerdo,

largo como un horizonte encendido de anhelos,

tibio como una caricia de tus manos secretas,

mío como el gorjeo torrencial de tu pelo.

Hazme sitio a tu lado donde acostar mi pena,

refugio del dolor, amparo del combate,

donde olvide a los muertos:

toda mi angosta historia y mis heridas,

la espiral del deseo y toda una cordillera de memorias.

Hazme sitio a tu lado para estar a tu lado

y junto a ti mirar con la misma mirada,

junto a ti desangrarnos desde las mismas venas

y modelar la patria con aires populares:

una misma alegría para los mismos hijos.

Hazme sitio en tu lecho donde cabe mi angustia,

hazme sitio en tu alma donde guardas mis besos.

Yo quiero hacer de ti un pájaro o un canto,

y a veces decirte que te amo.

(1970)

APUESTO POR LA VIDA

No podrá persuadirme la muerte cotidiana.

Apartad de mi casa sus signos de ceniza,

su aliento de murciélago, su cráter amarillo.

Ya sé que sus heraldos sombríos multiplican

en ventanas y sótanos, en mercados y sábados,

el olor implacable de sus esquinas húmedas.

Apuesto por la vida.

A pesar del espía que soborna silencios

y el sabueso de sangre, traición, infamia y lodo.

A pesar del comercio diario del saludo.

Apuesto por la vida, lo nuevo y lo posible,

la cíclica sonrisa de las uvas,

la silenciosa nostalgia fluvial del arroyito,

la silenciosa nostalgia marítima del río,

la silenciosa nostalgia terrícola del mar,

¡este sueño de arcilla!

Algunos secretos alfareros están imaginando

la silueta del día.

¿Por qué ha de estar

eternamente prohibida

la alegría?

(1976)

ATARDECER

a Amanda y José Marcos

En la plaza atardece.

El invierno ha cruzado por sus ojos

y otra vez capturado el alarido de los pinos secos.

Fugaz, un transeúnte.

Alguno ha comprendido, melancólico, aquella gabardina,

el cigarrillo desolado y frío,

esa mirada, lejos, sobre el mar,

desde el aire castellano.

Mas nadie se detiene.

No siempre nieva en Madrid, y eso es todo.

El hombre no recuerda

cuál fue el último abrazo entre los suyos,

ni el color del avión,

ni los rostros exactos de esa urgencia.

Sabe que están allá

con las manos abiertas y esperando,

y la misma mirada de aquel día.

La colilla, olvidada en la arena ceniza.

Esos zapatos que ya anduvieron tanto

lo llevarían con largo paso a casa.

Pero se queda ahí, tiritando en la plaza.

No ha elegido ni ese invierno ni nada:

ni la casa, ni esa ciudad, ni el viento.

Después de todo –piensa–

no hay distancia más grande ni más triste

que la que no podemos medir

cuando atardece.

(1979)

(De: Poemas y canciones, 1987)

Luis María Martínez

(Asunción, 1933)

Poeta y ensayista. Presidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP) de 1990 a 1991 y director de la revista Estudios entre 1986 y 1990, actualmente se dedica a reunir su copiosa producción inédita para su próxima publicación en libro(s). De extenso recorrido poético, su obra se caracteriza por un fuerte acento crítico-denunciatorio y muchos de sus poemas reflejan una gran admiración por Elvio Romero, el poeta paraguayo más conocido de las últimas décadas. Varias veces galardonado con premios literarios, Luis María Martínez ha publicado una veintena de libros que incluyen los siguientes poemarios: Poesías (1960), Armadura fluvial (1961), Ráfagas de la tierra (1962), Arder es la palabra (1966), El jazmín azorado (1969), Desde abajo es el viento (1970), Clarea el firmamento (1975), Chile será victoria (1976), Perpétuamente alondra (1982; Primer Premio del Con-curso de Poesía 1980 del PEN Club del Paraguay), Ya no demora el fuego [1969-70] (1986) y una muy valiosa recopilación antológica, en dos tomos, de la poesía social paraguaya: El trino soterrado, vols. I (1985) y II (1986). De posterior aparición son los poemarios Fervor disperso (1994), Hoja y hoja (1994), La lucha está en el centro (1995), El libro de las letanías (1996), Persona y tiempo (2000) y Antología Poética (2003).

EL POETA

¿Y vive como canta?

(¿se muere como vive?)

y canta cuando inquiere

sobre la nube por si fuera ave,

sobre la tierra por si fuera cuerpo,

historia, el tiempo, o causa, la semilla…

La vida, ¿qué es la vida?

la transfigura en canto poderoso:

fábula de sorpresas y espejeos,

vida vivida en buen superlativo,

ardor en alto, ¡un sólo y largo grito!

que se anticipa al paso de las cosas…

Más que simple palabra, es decisión,

posiblemente flecha

sobre el espacio abierto al infinito…

¿Y vive como canta?

Debiera de vivir como su canto:

¡La imagen misma de su ardor más puro!

TENGO UN DESTINO

Tengo un destino de pájaro como de pueblo en espera,

con un paisaje en el cerro y un pájaro en cada rama,

con la pasión de algo nuevo que está por arder en llamas…

Tengo el destino de un canto que se mantiene y sustenta,

que perfecciona su rama. ¿Será su contacto bueno?

¿Será su emoción las alas?

–Alas de pedir la guerra como de pueblo en vallados…

Tengo un destino de río que está cruzando el paisaje

como si fuera una espada.

¿Será su presencia un brillo?

¿Será su torrente algo?

Tengo un destino posible como de pueblo en espera.

(Hay un rumor de banderas como de río o torrente.)

Firmé un pacto con la patria para adelantar sus cosas.

Como pidiéndome auroras yo me amanezco en alondras…

(De: Perpétuamente alondra, 1982)

DE TANTOS

De tanta sed,

de tanta espera inútil,

de tanto soportar los sufrimientos,

igual que el pueblo todo magullado,

igual que un pueblo todo escarnecido,

de todo, en fin,

de tantos…,

se me está por volver el corazón

un cardal sin suerte y plenilunio.

Un cardal sediento

a quien el polvo incierto del camino

no logra ocultar las arrugas

que le afloraron al sentirse triste:

¡cardal o cardo a punto de morirse!

EL TRINO SOTERRADO

Y siempre así escondido,

agazapado siempre y soterrado,

sin que nadie conozca lo que canta;

que avizora, que ama, que atesora

el futuro en su canto despreciado,

que en su modestia es algo,

que en el mañana del destino cierto

será una llama altísima y cimera,

acaso ese volcán de las alondras

donde el pueblo atorado

se atorará de trinos liberados,

y se verá que ha sido…

y que ahora es algo diferente,

y más mañana, trasmañana, en años…

Y sin embargo ahora,

qué pobre trino indefendido, triste,

despreciado, evitado,

por los que no comprenden que es su trino,

tirado en el silencio del presidio,

asfixiado en la fosa del hospicio,

pobre trino arrojado a la basura

de las prosternaciones y el desdoro,

conducido al patíbulo del llanto

y allí sacrificado

maniatado y cegado previamente en el foso.

¡Pobre trino que sabe que su destino es grande!

¡Alto trino que sabe que su presente es pobre!

¡Grande trino que intuye que la lucha es su vida!

¡Pobre trino que apura su vaso de cicuta!

¡Vivo trino que lucha, que luchará

por verse seguro en su destino!

(De: Ya no demora el fuego, 1986)

PROCLAMO

PROCLAMO

El derecho del pueblo a ser más bien libre,

a disponer de casa o de sembrado,

y a cosechar lo ansiado y lo esperado.

PROCLAMO

El derecho del pueblo

a recibir o tener buenos ingresos,

y así tener el pan y la comida.

PROCLAMO

El derecho del pueblo a la enseñanza

pródiga en luces, libros y apetencias.

PROCLAMO

El derecho del pueblo a la Justicia,

a la vigencia plena del Derecho.

PROCLAMO

El derecho del pueblo

a la seguridad, la paz, la calma plena,

sin calabozos, cárceles y penas.

PROCLAMO

El derecho del pueblo

a cancelar el poder o el ejercicio

de mandatarios que incumplieren mucho.

PROCLAMO

El derecho del pueblo

a la marcha y protesta

contra los que promueven casos de injusticias.

PROCLAMO

El derecho del pueblo al alzamiento,

si avasallan

su vida y menesteres.

PROCLAMO

El derecho del pueblo

a construir real y tenazmente

un Estado mejor, su propio Estado.

PROCLAMO

El derecho del pueblo

a tener el Poder que se merece:

¡Poder que sea pueblo en sus esencias,

urgencias y deseos!

(3 de abril de 1995)

(De: El libro de las letanías, 1996)

Ricardo Mazó

(Pilar, 1927 - Asunción, 1987)

Poeta. Ingeniero geólogo de profesión, Mazó ha escrito poesía de alto contenido lírico. Perteneciente a la llamada "promoción del 50", destacado miembro de la Academia Universitaria del Paraguay (liderada por el escritor y sacerdote español César Alonso de las Heras), tiene obras publicadas en Poesía (1953), poemario colectivo que incluye también textos de José-Luis Appleyard, Ramiro Domínguez y José María Gómez Sanjurjo. En cuanto a obras publicadas, Briznas. Suerte de antología (1982) es su única compilación antológica editada por Alcándara.

CANTO NUEVO

y viejo ya porque las cosas

que motivaron tanto gozo han vuelto

a ser amargas por tornarse ajenas.

Entonces eras tú. Ya quedas lejos…

Cuando el sonido

de voces conocidas y paisajes ciertos

me repetía tantas cosas viejas

me encontré yo contigo.

Un mar ausente en ti por imposible

geografía de tierras y testigos.

No fue el motivo

nuestra palabra, pero sí la vida

en la extensión de una firme astronomía.

Y fue la tierra abierta

con color y calor de sangre prieta.

Y fue tu clara

conciencia de las cosas y tu larga

espera de placeres presentidos.

Fue un momento sin horas, sin comienzo

–los dos nos comprendimos plenamente

sin presentir el tiempo venidero–.

Fue un momento sin mente

y sin embargo

fue la simiente de este canto nuevo.

POEMA PARA UN HOMBRE AUSENTE

In memoriam

Joel

Nunca nos vimos, pero te conozco

dentro de mí, afuera, y cuando pienso.

Por eso quiero suponer

que amigos fuimos o pudimos serlo

si el tiempo hubiese permitido

el trastocar de ciertas contingencias.

No pudimos serlo

Pero queda dormida una tristeza adentro.

No importa:

ya iremos a encontrarnos

cuando algún dios senecto nos permita.

(1979)

FABULA DEL CANTARO Y LA FUENTE

–DE OTRO MODO

Para una autora de cuentos

Erase que una vez había una fuente,

y cerca de la fuente

un venero de arcilla a flor de tierra.

Y, para llevar el agua de la fuente,

se hizo de aquello

un cántaro sin sed, pero sediente.

Ocurrió sin embargo

que tanto vino el cántaro a la fuente

que el agua se agotó

tanto en la fuente

como en el vientre oscuro de aquel cántaro.

Quedan las señas:

La fuente de la fábula ya seca,

una vena de arcilla cuarteada,

y un cántaro viejo, verdipardo,

sediento de saciarse en otra fuente.

(De: Briznas. Suerte de antología, 1982)

Lucy Mendonça de Spinzi

(Asunción, 1932)

Escultora ceramista, cuentista, dramaturga y ensayista. Aunque nació en Asunción, vivió en el exilio con sus padres desde los ocho años. Volvió al Paraguay para casarse y desde entonces reside en su país natal. En lo literario, se ha dedicado tanto al teatro como al ensayo y a la narrativa. Hasta la fecha ha sido galardonada con más de una decena de premios importantes. En teatro, es autora de Los desarraigados (Primer Premio de Obras Teatrales de Radio Cáritas,1965; obra estrenada posteriormente en el Teatro Municipal), Bazar para cuatro actores y un fantasma (Premio Radio Cáritas, 1972), Cuarto mandamiento (Premio Teatro Arlequín, 1986) y Anónimos (Premio Cooperativa Universitaria, 1989), una pieza breve. Ha escrito también un ensayo sobre Rafael Barrett, ganador del Premio Internacional de Ensayo de Radio Cáritas (1988), convocado juntamente con el Instituto Paraguayo para la Integración de América Latina. En 1987 publicó una antología de veintiún cuentos bajo el título de Tierra Mansa y otros cuentos, y en 1998 dio a luz Cuentos que no se cuentan, otro libro de relatos. Tiene además cuentos incluidos en cinco volúmenes de los Libros del Taller Cuento Breve (1988, 1990, 1992, 1995 y 1999).

EL AMIGO

(Semblanza)

Después de veinticuatro años de ausencia puedo decir que lo conozco. Mientras estuvimos juntos todo fue pugilato del espíritu buscando comunión. Comunión entre ambos, con nosotros mismos y con el Alfa y Omega que ambos buscábamos sin formularnos claramente.

Entonces era mi padre solamente… Y yo lo urgía exigiéndole respuestas, y cuestionándole, y objetándole, y solicitando su protección y recordándole sus responsabilidades. Nos pasábamos conversando y discutiendo. Era como si él tuviese una llave secreta que yo no lograba arrancarle.

Desde chica lo acompañé en sus tertulias de café provincianas al estilo Buenos Aires, de remota filiación parisina.

Su piel más que oscura contrastaba con el cabello liso muy blanco, engominado al estilo Gardel. El eterno traje oscuro y la camisa clara ocultaban la dignidad raída de la pobreza enfrentada a fuerza de remiendos secretos, verdaderas obras de fina artesanía que solamente nosotros conocíamos, concebidas no para lucir sino para ocultar. Mi madre las realizaba en silencio hosco y aún hoy, en su ancianidad, conserva un letargo tejido de renunciamientos. Por eso fui olvidándome de amarla. Volqué en él todo el brío con que ambos enfrentamos la adversidad, sin perder el derecho de la cólera y de la risa. Sí. A veces nuestra risa se tornaba amarga, ora triste, ora preñada de esperanzas infantiles. A veces se hacía blasfemia…

El quemaba sus noches con sus tres amigos del alma, en ronda de caña paraguaya, jugando a las utopías. Redimían a la patria, añorada en interminable destierro; al mundo, enfermo de codicia disfrazada de buenas razones; y hasta redimían su economía siempre escuálida.

Eran tres sus amigos de aperitivo cotidiano: Romanito, el bandoneonista rosarino que lloraba sus tangos de la Guardia Vieja en el fuelle; Alfredo Méndez, con su hermosa cabeza gris de Beethoven (que dicen que dejó la carrera de medicina en el último año al morírsele la novia de juventud, y dedicó su vida a curar sin licencia al pobrerío de Villa Alberdi); y Juan Silvano Díaz Pérez que sobrevivía en el destierro con altivez melancólica.

Tenía mi padre una ruleta de juguete con la que experimentaba la gran empresa, que él juzgaba práctica, de su vida: la martingala. Nunca llegamos a ningún acuerdo él y yo sobre el punto. Siempre juzgó más decoroso intentar saltar la banca del Casino de Mar del Plata que andar en los tejes y manejes de su profesión de abogado, que consideraba más turbios que los juegos de azar. Sus títulos académicos no le sirvieron más que para que todos le reclamásemos que los usara para un confortable destino burgués. El quería satisfacernos con un golpe de fortuna en el juego.

Estuvo en la política de la patria tan incómodo como un cenobita en un burdel. Pero no perdió jamás la inocencia… Los amigos del destierro lo motejaban "Lucio el Quijote". Y él sabía que era verdad, al punto de llamarle cariñosamente a mi madre, su Sancho Panza.

A menudo yo lo odiaba y no se lo ocultaba. El comprendía. No pretendió jamás que aceptara sin rebeldía lo que el entorno estaba modelando en mí, según la cultura predeterminó: el destino de Residenta en una paz de derrota. No podía perdonar… Ni ahora… Por ello discutimos siempre, pero obedecí… Nunca acepté al varón vencido de nuestra tierra, pero lo sobrellevé.

Estuvo inmerso en la cultura y no supo escapar. Yo tampoco. El se evadió como pudo, en las utopías y en el humo del cigarrillo. Yo también.

Me enseñó a soñar, a fuerza de lágrimas y desencantos, y a atrincherarme en la única realidad aceptable: la del interior del corazón, ahí donde ni amenazas ni hambre doblegan la esperanza de la liberación que esperó. Y llegó. Cuando sus pulmones estuvieron deshechos seguía con la vieja imprenta tirando los últimos números diarios anunciadores de una era de libertad nacional que se tradujo en su liberación personal cuando atravesó la última puerta, con su sonrisa de siempre y con las últimas palabras: "misión cumplida" –dijo– y expiró.

Ahora somos amigos. El no llegó a la ancianidad y yo me estoy acercando a su última edad. En las volutas del humo, en mis paseos solitarios en las noches bajo la fronda, bajo las estrellas, en los nubarrones, en el viento, en los relámpagos, espero lo mismo que él esperó… y lo recuerdo. Y puedo, al cabo de veinticuatro años de ausencia, conocerlo como nunca lo conocí, y amar más que antes el niño que fue y que sigue vivo en mí…

Por fin somos amigos…

(De: Veintitrés cuentos de taller, 1988. [Dirección: Hugo Rodríguez-Alcalá])

Miguelángel Meza

(Caacupé, 1955)

Poeta y narrador bilingüe (español-guaraní). Miembro del Taller de Poesía Manuel Ortiz Guerrero, Miguelángel Meza es autor del poemario bilingüe Ita ha’eñoso [Ya no está sola la piedra] (1985). Viaje metafórico entre génesis y apocalipsis, este libro incorpora a la vez antiguas fuentes míticas guaraníes y un ansia urgente de modernidad. Meza también colaboró –junto con Carlos Villagra Marsal y J.A. Rauskin– en la traducción al castellano de dicho volumen, considerado como el mejor poemario de 1985 por la librería y editorial El Lector. Ese mismo año, y por el mismo trabajo, Meza fue distinguido como uno de "Los Doce del Año" por Radio Primero de Marzo. En narrativa, es autor-recopilador de las aventuras y andanzas de "Perurimá" –personaje picaresco del folklore paraguayo que derrota a curas y a reyes con el arma de la astucia– en Perurima rapykuére [Los increíbles casos de Perurimá] (1985), colección de 35 relatos escritos en guaraní y traducidos al castellano por el mismo autor.

TATAYP×PE

Opovyvy tata

oheréi pytũmby

oikarãi mandu’a.

Ohapo’o yma

umi teko asy

ha michimivy’a.

Ko amangy

péina ojeka,

che akã rypyi

apáy haguã.

Ohesy cheguata

mboriahu kusugue

yvy apére yma.

Ojapokói tata

che akã ohavere,

ro’y cheape nupã.

Ajepe’e.

Chemandu’a.

Añembyasy.

Ogue tata.

JUNTO AL FUEGO

(Traducción de Carlos Villagra Marsal, J. A. Rauskin y el autor)

Hurga el fuego,

lame la oscuridad,

araña la memoria.

Arranca esas antiguas

penas

y además una pizca de alegría.

Y entonces

comienza una lluvia mansa

y riega mi cabeza:

así, despierto.

Lo que hoy es ceniza de la pobreza,

antaño tostaba mis pasos terrestres.

Las zarpas del fuego

chamuscan mis cabellos,

pero el frío me golpea las espaldas.

Me abriga el fuego, sin embargo.

Recuerdo.

Me siento melancólico.

Y el fuego se apaga.

(De: Ita ha’eñoso / Ya no está sola la piedra [Edición bilingüe], 1985)

Guillermo Molinas Rolón

(San Miguel [Misiones], 1892 - Yhú [Alto Paraná], 1945)

Poeta. A los dieciocho años se dio a conocer en las aulas del Colegio Nacional (1910) con su extenso poema "Canto a la raza", publicado en la Revista del Centro Estudiantil. Perteneciente a la promoción de bachilleres de 1912 y co-fundador un año después de la Revista Crónica –con Pablo Max Ynsfrán, Leopoldo Centurión y Roque Capece Faraone–, Molinas Rolón produjo una copiosa e importante obra poética donde se patentiza la influencia de escritores modernistas rioplatenses, y en particular la del argentino Leopoldo Lugones y la del uruguayo Julio Herrera y Reissig. Cultivó, aunque no con mucha intensidad, el tema lírico y en ocasiones, con auténtico sentimiento, el épico, de indudable vigencia en las letras paraguayas desde el romanticismo. Su producción poética incluye, además de "Canto a la raza" ya mencionado, los siguientes poemas: "En la fiesta de la raza" (1913), "Del jardín de las leyendas" (1914) y "Surge et ambula" (1924), obra de indiscutible calidad y escrita cuando ya había regresado al ámbito campesino de donde provenía.

DEL JARDIN DE LAS LEYENDAS

"En los tiempos ciclópeos"

Fue un despoblado trágico en olvido,

Donde el tropel sangriento de la raza

Se engrandeció con la última amenaza

Como el postrer arranque del vencido...

Allí la Alianza en su excecrable caza

Lanzaba su epiléptico alarido

Y la ciclópea estirpe con su maza

Quería llenar el bosque de sonido.

Luego escuchóse un debatir violento

Cual lo supremo de una lucha heroica

Cuando fugaz se esquiva la victoria.

Y fue en un grito de dolor al viento

Todo el sollozo de la raza estoica

En los vastos silencios de la Historia...

(De: Raúl Amaral, ed., Antología. El modernismo poético en el Paraguay [1901-1916], 1982)

Luisa Moreno Sartorio

(Chaco, 1949)

Cuentista y poeta. Aunque tiene el título de Doctora en Ciencias Veterinarias (1976), se ha dedicado más a la creación literaria que a su profesión. Socia fundadora de PRONATURA e integrante de varios Talleres Literarios, Luisa Moreno Sartorio tiene cuentos publicados en libros colectivos del "Taller Cuento Breve" (dirigido por Hugo Rodríguez-Alcalá), en el diario Hoy y en revistas literarias locales y extranjeras. En 1992 publicó su primer libro, Ecos de monte y de arena, una colección de cuentos ecológicos, cuya segunda edición apareció dos años después en versión bilingüe (español-guaraní), traducida al guaraní por Mario Rubén Alvarez con el título de Kapi’yva (1994). Dos relatos de dicha colección han sido distinguidos en concursos literarios de cuentos breves: "Capibará" (2º Premio en el Concurso "Veuve Clicquot Ponsardin", 1988) y "Réquiem para un dorado" (Mención de Honor en el Concurso de la Revista "Punto de Encuentro" de Montevideo, Uruguay, 1990). En 1994 apareció Canela encendida, su primer poemario y obra que incluye el poema "Panthera Onca", ganador del segundo premio en el concurso de cuentos y poemas ecológicos organizado por el "Círculo Español de Puebla" (México) en 1993, y tres años después El último pasajero y otros cuentos (1997). De más reciente publicación es Los rubios del quebrachal (2004), otro libro de relatos.

AUSENCIA

El amanecer del Chaco es oro y bermellón jaspeado de violeta, y donde termina la transparencia del día: un vasto espacio, azul, azul... Siento que hay música en mi sangre y en el aire, polen fragante, dulce, intenso. Ya no estoy enojado con Pincho, y no resisto el deseo de verlo surcando su agua. Al llegar al estanque veo con asombro una mariposa de polvo de oro, como inmovilizada por un hechizo, en la punta de una flor de camalote. A esta hora, aquí hay un no sé qué de misterio, de esplendor, de secretas unciones. El agua espesa quieta, tersa; de pronto, un ruido de alas se desgarra.

Varias veces llamé a Pincho, pero no obtuve ninguna respuesta. –¡Ingrato!– le grité y volví a casa.

Al oscurecer llegó Juanita, la macatera. Anciana nervuda, seca. Arrugas en la cara morena, cicatrices en el alma, carencias en la mirada hostil y dura. Vive en su carro con toldo de cuero sin curtir. Vende espejitos, cintas de seda, puñales, aspirina, dulces, vinos, balas. Ña Juanita es magia, alegría, rasgueos de guitarra, y dolor cuando la caña salvaje quita mordazas y suelta a la bestia dormida en el corazón del arriero. Una polca bochinchera enciende la mirada de los hombres; abundan las carcajadas y las bullas; las voces suben de tono. Nadie más que Matías y yo nos damos cuenta de la ausencia de Pincho. ¿Qué penas, qué hálitos entrañaban el brillo raro de su mirada, la última vez que lo vi?

(De: Ecos de monte y de arena, 1992)

LOS RUBIOS DEL QUEBRACHAL

Me había sorprendido mucho el cambio que se observaba en Daniel desde que nos mudamos acá. Su energía inagotable, su imaginación exuberante. Habla y ríe como si estuviera jugando con otros niños, pero casi siempre está solo. Como es el más pequeño y frágil, sus hermanos mayores no lo quieren en sus juegos brutos, a menudo se burlan de él y de los amigos invisibles que Daniel se ha inventado desde hace algún tiempo, y a quienes llama los niños del quebrachal.

En la antigua casa de Asunción, donde vivíamos antes de mudarnos, la tierra es jugosa. Oscura la sombra de los anchos corredores. Pero en aquella casona amplia y sombreada, Daniel languidecía casi todo el tiempo en su hamaca, pálido y sudoroso. Sin embargo, al llegar aquí se transformó en un niño de alegría desbordante. Un día vino corriendo junto a mí. Parecía asustado, le temblaban los labios cuando me dijo: mamá, ¿soy un nene o un sapo? Ellos, los niños del quebrachal, me quieren convertir en un sapo. Yo lo abrazo y me río. En sus ojos hay un resplandor extraño, las pupilas son enormes. Me siento como encandilada por esos ojos resplandecientes que me miran ansiosos. Sube a mi regazo. Siento el perfume en su piel, un olor a vainilla entre los bucles, olor dulce, melancólico. Me hacía bien tenerlo en mis brazos. Su inquietante imaginación, esa irradiación poderosa que despedía todo su cuerpo, me producía una especie de euforia. Me distraía de la enervante sensación de estar vigilada por seres extraños. De sentirme perseguida por esas inquietantes risas infantiles. Risas de niños traviesos. Turbadoras risas de angelitos. Ahora sé que no son pájaros. Tampoco es el viento. Vienen de cualquier parte. Tal vez del cementerio mudadizo. De las pequeñas cruces que juegan a las escondidas, ora en el monte, ora en la niebla turbia que brota del llano. Me siento triste, aprehensiva. Anoche, muy cerca de mi cama, me heló la sangre el aliento salvaje de una fiera. La luz de la linterna fugazmente enfocó sus manchas. La fuerte catinga del tigre nos dejó un sudor pegajoso. El miedo, la angustia, crecen. Me siento cansada. El permanente estado de alerta está arruinando mis nervios. Como si esto fuera poco, los hermanos de Daniel están cada vez más agresivos por causa de Daniel, quien insiste en la existencia de sus amigos invisibles, los duendes rubios con bastones de oro a los que Daniel llama los "niños del quebrachal".

LA POSESION

Pero al correr los días noté que algo oscuro, incomprensible se había apoderado de mi Daniel. Daba la impresión de que estaba bajo algún poder hipnótico y se sentía a disgusto con nosotros. Su alma se hallaba extraviada, cautiva de quién sabe qué tinieblas. Había enmudecido y volvía a ser el niño triste y retraído de otra época. Le preguntamos hasta el cansancio qué le había ocurrido, cómo se había perdido durante tanto tiempo. Un empecinado silencio nos respondía. Se había vuelto huraño, hermético. Y conforme pasaban los días, el dulce Daniel se transformaba en un niño rabioso, huidizo. A dos de sus hermanos había mordido con ferocidad tratando de escaparse. Desde entonces nada fue como antes en la familia. Un silencio irritable nos envolvía, los hermanos de Daniel se la pasaban peleándose entre sí sin ningún motivo aparente. De noche la casa era tiroteada con piedras que al día siguiente no encontrábamos por ningún lado. De día, la risa o el llanto de los angelitos, ora muy cerca, ora lejanos, nos atormentaban hasta caer la tarde. Yo tenía los nervios en permanente tensión y me descontrolaba por cualquier tontería de los otros niños, pero trataba de ser paciente con Daniel, dedicándole el mayor tiempo posible. Una obstinación muda, terrible se había apoderado de él. Andaba cada vez más inquieto, nervioso y, al menor descuido, intentaba escapar. Estábamos aterrados. Mantuvimos a Daniel en el dormitorio bajo llave. Nos turnábamos para que no estuviera solo ni un instante. Una tarde que lo tenía sentado en mi regazo, los dos en aparente sosiego, inesperadamente Daniel comenzó a llorar, murmurando cosas que yo no alcanzaba a comprender, mirándome con aquellos zafiros suyos, con aquellos ojos ahora vidriados por la angustia. Después volvió a hundirse en el secreto profundo que tanto lo turbaba.

Sólo entonces comencé a pensar en aquellas criaturas invisibles que Daniel nombraba con tanta pasión y recordé la antigua leyenda del Yacy-yateré, los duendes de la siesta que extravían y cautivan a los niños con su varita de oro. Seres que viven como en éxtasis, sin gravedad, vibrando en el aire dorado del hueco de los árboles, con rosas de luz en el techo. Pensé que Daniel se había dormido, pero bruscamente entra en otra crisis más violenta y, abrazado a mi cuello, con la frente ardida y aquella mirada suplicante, desgarradora, me pide ayuda. Por fin volví a escuchar su voz. Había salido de su silencio para rogarme que lo dejara volver al monte de los quebrachos. Y no tuve corazón para negarme. Pero nunca debí consentir a su ruego.

Y temblorosa de miedo, lo tomé de la mano y nos internamos en el oscuro monte de los quebrachos, la guarida de los niños del quebrachal, de los angelitos, o tal vez del Yacy-yateré.

Yo no sabía a qué me iba a enfrentar, pero había prometido a mi hijo ayudarlo y allá íbamos rompiendo lianas, esquivando espinas, implorando a Dios que no pisáramos alguna yarará. Al acercarnos al hueco del quebracho donde según Daniel vivían sus amigos duendes, me pidió que lo dejara ir solo porque los duendes se asustarían al verme. Y vi a mi hijo secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Y lo vi entrar a la enorme boca de la cueva del quebracho.

Y esperé en vano el regreso de Daniel. Nunca lo volvimos a ver.

Lo último que recuerdo como en un sueño fue aquel estruendo que sacudió la tierra y el árbol en cuyo hueco había entrado mi Daniel se abría hacia las copas en una gran fogata de resplandor azul y al instante me sentí invadida por las risas de niños que como campanitas de cristal me rodeaban.

Un tiempo después, la vecina me trajo el largo vestido de tusor blanco. Tuve otro niño muy parecido a Daniel. Tal vez debería resignarme, sin embargo, en esta tierra asediada de embrujos, donde vivimos como embriagados por el polen de los aromas y por el resplandor del sol chaqueño, con risas de angelitos y cruces esquivas, tal vez sólo esté amamantando otro niño para los rubios del quebrachal.

Ya han pasado dos años. Y trato de olvidar, pero no olvido. Me visto de blanco los domingos, tomo mi ramo de flores y entro al monte de los quebrachos en busca de mi angelito, de mi Daniel. Pero algo me dice que no debo perder las esperanzas. De cuando en cuando, algún cansado viajero me jura haber visto en lo más oscuro del monte, un niño de largos cabellos rubios montado en un avestruz.

(De: Los rubios del quebrachal, 2004)

Agustín Núñez

(Villarrica, 1947)

Arquitecto, escenógrafo, fotógrafo, actor, director de teatro y televisión, y autor teatral. Secretario General del Centro Paraguayo de Teatro y Director del Instituto Municipal de Arte de Asunción, Agustín Núñez tiene casi un cuarto de siglo de experiencia teatral. Hasta la fecha ha dirigido más de cien obras de teatro en Paraguay, Colombia y Estados Unidos, varias de ellas premiadas o galardonadas con distinciones especiales. Actualmente se desempeña como Director de El Estudio del Centro de Investigación y Divulgación Teatral. Como autor teatral, ha escrito y/o coescrito unos cuarenta textos que incluyen –entre otras cosas– piezas breves, monólogos, textos para collage teatral, guiones para teatro y televisión y ejercicios para actores. Son de su autoría las siguientes obras (de teatro corto), todas estrenadas en Asunción en 1998: Pan, amor y fantasía, Sueños, Angeles, El ofrecimiento, El corso, Arroz con leche, Pablo y El pacto. En 1999 estrenó, también en Asunción: Madama Lynch y La vendedora de pescado. Su producción más reciente incluye Domingo de fútbol, Marcos, Delfina y La commedia é finita, obras breves estrenadas en Asunción en 2001. Algunos de estos textos han sido incorporados también a obras más largas, de autoría colectiva. Para dar un par de ejemplos, tal es el caso de La confesión, estructurada en base a siete monólogos (que incluye el de La vendedora de pescado), estrenada en el año 2000, y el de Mujeres, compuesta de diez textos breves (que incluye el monólogo de Delfina), estrenada en 2001. Además de su intensa y fecunda actividad como autor- creador y director teatral, Agustín Núñez es también coautor, con Mario Santander, de Golpe de luna llena, publicada y estrenada en Asunción en 1999, y ha hecho la versión para teatro de tres obras narrativas muy conocidas: Pedro Páramo, basada en la novela del mexicano Juan Rulfo (estrenada en Bogotá, Colombia, en 1987), Hijo de Hombre, adaptación de la novela de su compatriota Augusto Roa Bastos (estrenada en Asunción, en 1999), y Un señor muy viejo con unas alas enormes, basada en el cuento del mismo nombre del colombiano Gabriel García Márquez (estrenada en Asunción, en el año 2000).

DELFINA

(Monólogo) *

DELFINA es una mujer sesentona, bien conservada, con aspecto de monja. Viste con colores grises y pasteles. Tiene el pelo recogido. Al hablar, en determinados momentos, su voz tiene el tono de rezar el rosario.

DELFINA: ¡Es un designio de Dios, y no hay nada que hacer...! El siglo ha concluido de forma caótica. Y comenzamos el nuevo. Dicen que el fin del mundo está próximo. Pero estoy tranquila. ¿Por qué no estarlo? He llevado una vida ejemplar, todo lo he hecho del mejor modo posible.

Me he sacrificado, he ayudado, uso silicio y gran parte de mi vida fui de comunión diaria. Lo único que siento es tener que terminar mis días en este horrible lugar. Siempre abarajé la posibilidad de fallecer en un convento... ¿Como hermana? No. Sé perfectamente que eso no podía hacer. A pesar de ser devota me tocó pasar por este mundo del demonio y la carne al cual nadie puede evadir. Sí. Se puede. Pero en ese caso el mundano ser humano asciende a la categoría de santo. Y a eso ya nunca podré llegar.

Desde niña mi único anhelo era mi santificación. Pedía por favor a mis padres que una vez muerta ellos se encargaran de presentar mi vida, mi caso, a la Santa Sede para que después de ser beatificada me santificaran.

Pero no fue así. Siempre el diablo aparece en los momentos menos propicios y se nos enreda en las piernas hasta hacernos caer.

Mi primer pensamiento lo tuve creo que a los 9 años. Comencé a desear apasionadamente a mi padre. Fue un sentimiento muy precoz, ya que yo era ignorante total de los asuntos sexuales. No obstante mi naturaleza me llevaba a desearlo profundamente.

No sabía qué hacer. Las monjas del colegio decían que uno debía apartarse de los malos pensamientos evitando el ocio. Yo me ponía a hacer cuanto podía con tal de apartarme ese pensamiento que merodeaba particularmente a la noche, antes de dormir. Era tan fuerte que a veces llegué a pensar que el diablo compartía mi lecho.

Así como mi pasión aumentaba fui tomándole un gran odio a mi madre. Hasta llegué a desearla muerta. Es más, yo me veía autora de ello. Me pasaba maquinando mil formas de matarla. No podía ver un cuchillo, veneno u objeto punzante sin que inmediatamente me viniera el deseo a la mente. Afortunadamente todo concluyó con final feliz. Ella murió de muerte natural y bendecida por nosotros y los oficios divinos.

Pertenezco a una familia de ocho hermanos, es decir, tres hermanos, cuatro hermanas y yo. Un raro engendro que nada tiene que ver con el sexo, por lo tanto me gustaría definirme como asexuada.

A los pocos años, todos mis hermanos se habían casado. Sólo quedaba yo para dedicarle toda mi vida al cuidado de mi padre. Con los años, la pasión hacia él se fue convirtiendo en entrañable cariño. Ese profundo cariño hacia él hacía que no tuviera ojos para otro hombre.

Mi vida transcurría serenamente entre mi casa, la iglesia y el cuidado a los sobrinos, que cada vez eran más.

Un día mi hermana segunda, Emilia, me dijo: –Tenés que buscar un hombre y casarte. Si no lo hacés ahora serás la "madre eterna". No ves que tus hermanos te están usando como sirvienta.

Yo no lo veía así. Sólo lo hacía para ganar indulgencias ante Dios. Era mi deber como cristiana.

Al poco tiempo, descubrí que mi padre andaba de amores con la sirvienta, cosa muy mal vista dentro de nuestro nivel y del grupo social al que pertenecíamos. Mi padre ya casi llegaba a los setenta años y la soledad lo corroía lentamente. Era lógico que necesitara del cariño de alguien. Ya el mío solo no le alcanzaba.

A partir de eso me di cuenta de que los sentimientos se gastan, como todas las cosas, y uno debe aceptarlo cristianamente.

Cuando le comenté a Emilia la relación de papá con la sirvienta, me dijo: –¿Viste? Todo parece indicar que llegó la hora. Y en este momento yo tengo una persona para vos.

La verdad que yo no estaba ya muy joven. Tenía que tomar una decisión en la vida. Le consulté a mi director espiritual y me aconsejó que lo hiciera, siempre y cuando no confundiera cosas. Mi futura vida sexual debía ser orientada a la procreación y nada más.

Así fue que conocí a Rubén. Un hombre agradable y de buenos sentimientos. Nos vimos tres o cuatro veces. El hablaba de una forma encantadora y parecía muy cristiano. En eso estalló la guerra del Chaco. Fue llamado a pelear, pero antes me hizo jurar que si regresaba vivo me casaría con él. Yo acepté y él me nombró su madrina de guerra.

Había mujeres que desde los pueblos y ciudades velaban por la salud y el mínimo bien pasar de los soldados. Esas eran las madrinas de guerra. Yo me había convertido en una de ellas.

Nos reuníamos en las tardes calurosas del pueblo a rezar y rezar por ellos. Vestíamos de luto como parte del sacrificio que hacíamos al buen Dios para que mantenga vivo a nuestros hombres.

Todo se mantuvo dentro de los límites normales durante los primeros tiempos. El, de tanto en tanto, me escribía una carta. De tanto en tanto, yo le enviaba otra, siempre acompañada de alguna estampita con oraciones de ayuda escritas al reverso.

Ya cuando se vislumbraba el fin de la guerra, de nuevo el demonio comenzó a enredarse entre mis piernas. Empecé a sentir por él una pasión muy fuerte, como la que antes había sentido por mi padre. Desde ese momento comencé a odiarlo. Seguía yendo todas las tardes a rezar con las mujeres, sólo que ahora yo pedía a Nuestro Señor que no volviera vivo,que me evitara tener que cumplir con mi promesa. La guerra acabó y los sobrevivientes volvieron.

Rubén también. Estaba quemado por el sol y la abstinencia. Y yo tuve que cumplir mi promesa.

Fui una esposa ejemplar. Tuve siete hijos, pero siempre fui firme a lo conversado con mi confesor. Nunca sentí el mínimo placer en el sexo. El placer me invadía al invocar a mi Señor. Yo, más que nadie, he comprendido el éxtasis de Santa Teresa de Jesús. En eso fui un ejemplo de buena cristiana.

Después de muchos años, Rubén falleció. Dios me lo dio, Dios me lo quitó. Ya lo comenzaba a querer. Luego, todos mis hijos se casaron y quedé sola. Pensé en dedicar mis últimos años a la vida del servicio a Dios recluyéndome en un convento.

Pero no. Eso colmaría mis satisfacciones. No puedo darme placeres en esta vida. Entonces decidí seguir sola transitando por este valle de lágrimas. Hasta hoy, encerrada aquí, lejos del mundo, dispuesta a recibir el fin del mundo. Sólo espero que cuando llegue el momento, todo sea rápido.

Comienza a rezar en voz baja.

(De: Archivo personal de Agustín Núñez. Este monólogo fue escrito en julio de 1998.)

Juan E. O’Leary

(Asunción, 1879-1969)

Periodista, poeta y ensayista. Integró la promoción de escritores de 1900 cuyos miembros –Cecilio Báez, Manuel Domínguez, Eloy Fariña Núñez, Manuel Gondra, Alejandro Guanes, etc.– son los verdaderos fundadores de la cultura paraguaya moderna. Como los demás integrantes de su grupo, Juan E. O’Leary escribió cuando todavía estaba muy vivo el recuerdo de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) y en su obra trató de afirmar los valores espirituales de una nación que renacía de la catástrofe. Conocido reivindicador de la figura del mariscal Francisco Solano López –quien sostuviera esa trágica guerra y muriera en su última batalla–, O’Leary exaltó en su obra el heroísmo con que el mariscal López luchó y sucumbió en la contienda. Famosos son los versos llenos de patriotismo de "El alma de la raza" (1899) y "¡Salvaje!" (1902). Entre sus numerosos libros hay que destacar: Historia de la Guerra de la Triple Alianza (1912), Nuestra epopeya (1919), El mariscal Solano López (1925) y un par de volúmenes póstumos: Prosa polémica (1982) y Antología poética (1983).

DON QUIJOTE EN EL PARAGUAY

...Y un día Don Quijote pasó por nuestra tierra,

en ideal cruzada, cruzado caballero,

erguido en los estribos, el continente fiero,

por la razón negada y la justicia en guerra.

Y en la vasta llanura y en la empinada sierra

aun queda de su paso, marcada en el sendero,

la señal sanguinosa del luchar tesonero

contra la fuerza bruta, cuyo poder aterra.

De su lanza en astillas los restos dispersados;

de su espada en pedazos los añicos violados,

a los flacos del mundo ya no defenderán;

¡que, tras de cinco años de lidiar, temerario,

frente a triple enemigo sucumbió solitario,

orgulloso y altivo, junto al Aquidabán!

(De: Raúl Amaral, ed., Antología. El modernismo poético en el Paraguay [1901-1916], 1982)

José Concepción Ortiz

(Valle Pucú, 1900 - Luque, 1972)

Poeta, cuentista, ensayista, crítico y docente. Hizo estudios secundarios en el Colegio Nacional de la capital y universitarios en la Facultad de Derecho. Fue director de dos revistas literarias –Juventud (2a. época) y Alas– y del diario El País. Enseñó castellano y literatura en varios institutos secundarios. Además de dedicarse a la poesía y al cuento, cultivó también la crítica literaria y el ensayo histórico. Aunque escribió bastante y publicó un libro de poesía, Amor de caminante (1943), la mayor parte de su obra permanece inédita. En efecto, inéditos están tres libros en prosa: Figuras de la aldea: Estampas rurales, Historia del campesino paraguayo y Albino Jara y su época. En 1983 apareció Poesías completas, un volumen antológico póstumo de sus obras.

QUERENCIA

En la tierra natal, de dulzura materna,

–miño, esmeralda y oro; labranza, selva y sol–

hallaré al fin la holgura, de regazo o caverna,

suficiente para llenar mi humilde rol.

En la quietud antigua de la campiña eterna

seré un indio que dice su alma en español:

–alma donde el recuerdo con la esperanza alterna

con ronco acento de marino caracol–

Allí mi vuelta aguardan, para inducirme a coro

–son ancestral, aromas de infancia, luz de origen–:

"hinca aquí tu raíz".

Acaso se me preñe la boca, en el sonoro

silencio campesino, del ímpetu aborigen,

y en mi voz rompa entonces a cantar mi país.

(De: Sinforiano Buzó Gómez, Indice de la Poesía Paraguaya, 3ª ed., 1959)

Manuel Ortiz Guerrero

(Villarrica, 1894 - Asunción, 1933)

Poeta y dramaturgo. Probablemente el poeta más popular del siglo XX, Ortiz Guerrero es uno de los pocos representantes del modernismo paraguayo. Víctima de lepra a edad temprana, vivió desde muy joven en el aislamiento impuesto por su enfermedad. Con grandes sacrificios logró instalar una imprenta y en ese taller que le sirvió de sustento cotidiano publicó también la mayoría de sus poemarios y piezas teatrales. Escribió en español y en guaraní. De sus obras en español sobresalen Surgente (1922) y Pepitas (1930), ambas recogidas en sus Obras completas (vol. póstumo, 1952). Varios de sus poemas –y entre ellos "Nde rendápe ayú" ("Vengo a tu encuentro"), uno de los más conocidos– fueron musicalizados por el maestro José Asunción Flores, creador de la "guarania" paraguaya.

AL POETA

Juan Zorrilla de San Martín

Luminoso charrúa de los versos fragantes,

fue muy larga, muy larga, para mí tu tardanza:

de mirar tanto el río, de tu arribo anhelantes,

hoy ya tienen mis ojos un color de esperanza.

Visitante llegado de una tierra sonora

a esta otra historiada de perfume y leyenda;

cárganos las espaldas con tus fardos de aurora:

para nuestras heridas déjanos una venda.

Allá, poeta, en loma que tu mirada abarca,

está el árbol solemne cuyo tronco fue asiento

del Artigas proscripto, de aquel gran patriarca

que unir quiso la América en un gran pensamiento.

Aquel árbol, poeta, dice algo al oído,

algo de tu leyenda, semejante al latido

de algún gran corazón,

porque allí el patriarca, como fantasma herido,

memoraba en cien noches su gran sueño perdido,

enfermo de nostalgia y de desolación.

Olvidé de decirte que en una tarde lila

he visto a tu indio dulce de paso por aquí:

Tabaré melancólico de verdosa pupila,

en busca de su hermano perdido, Guaraní.

Oh mártires sin nombres, sin gestos y sin huellas

que muerto habéis ya siglos y os enterró el olvido:

el vate por vosotros sus llantos ha vertido

en vuestro sacro abismo como caer de estrellas...

Ataviado, poeta, de tus versos fragantes,

Tabaré se ha perdido en la azul lontananza

y... también es por eso: de su vuelta anhelantes

que hoy ya tienen mis ojos un color de esperanza.

(De: Raúl Amaral, ed., Antología. El modernismo poético en el Paraguay [1901-1916], 1982)

¡LOCA!

¡Paso! ¡Dadle paso!

Es reina y es pobre. No quiere ni el raso

que bese sus formas; es loca la reina.

Dad paso a la reina de honda pupila color de esmeralda,

la loca desnuda que, regia, despeina,

por único manto,

su astral cabellera, como un sueño de oro cubriendo la espalda.

¡Dad paso! Que corre la reina, la loca,

llevando un gran beso y un tibio pedazo de canto

en la boca.

En noches de estío se empapa de luna, perfume y penumbra

y corre devota al templo del arte a hacer su plegaria;

allí no le alumbra

ni lámpara débil, ni pálido cirio de luz funeraria,

sino la belleza, la sacra belleza le da luminaria.

Amigos, en caso que alguna

mujer de rodillas, desnuda, en la sombra rezando encontréis,

pasad, no le habléis;

es ella la loca, devota del Arte que reza a la Luna.

Crudeza de invierno no seca y consume

la rosa del canto que lleva en la boca...

Sus llagas lumíneas que sangran perfume,

las besa y bendice mil veces la loca.

Le da primavera sus salvas de olores,

las ondas del río su perpetuo y suave rumor de oraciones;

la noche morena le da su silencio, sus sidéreas flores...

Y aun tiene hambre de más sensaciones.

En noches augustas de inútil martirio,

la loca pretende, con sed de grandeza,

tomar una estrella volviéndola lirio.

–¡Oh loca divina!– que canta y que llora, que ríe y que reza;

Atrévete siempre, es ese un gran culto que pocos profesan.

¡Loca!: soporta la tortura sacra y luminosa

de todas tus ansias y tus padeceres

y sigue cantando canción olorosa;

tú eres la bendita loca mujer entre todas las mujeres.

¡Amigos, en caso que alguna

mujer de rodillas, desnuda, en la sombra rezando encontréis,

pasad, no le habléis;

es ella la loca, devota del Arte que reza a la Luna;

¡es ella mi Alma! Reina que está loca,

alma luminosa, de bohemio y de artista, que va entre vosotros,

llevando un gran beso y un tibio pedazo de canto en la boca.

Villa Rica, mayo de 1917.

(De: Romualdo Alarcón Martínez, ed., El parnaso guaireño, 1987)